El filósofo alemán Walter Benjamin observa en esta crónica, con los ojos de un oriundo del norte de Europa, la caótica vida diaria napolitana en los años ’20. Grandeza y decadencia, vida pública y vida privada se mezclan en un mar de gente desordenado y vital donde se sobrevive a fuerza de ingenio en una suerte de una ciudad que se diría armada como una escenografía teatral.
La ciudad semeja una roca. Vista desde el Castel San Marino, desde lo alto, donde no llegan los gritos, yace desierta en el crepúsculo, soldada a la piedra. Sólo una franja costera se extiende llana, detrás se superponen las construcciones escalonadas. Los conventillos de seis y siete pisos, de cuyos sótanos suben escaleras, parecen rascacielos comparados con los chalés. En el lugar donde la base rocosa alcanza la orilla, se cavaron cuevas. Como en los cuadros de anacoretas del Trecento, ocasionalmente, en las rocas se distingue una puerta. Si está abierta, se ven grandes sótanos que son a la vez dormitorio y depósito de mercaderías.
Además, hay escalones que conducen hacia el mar, a tabernas de pescadores que se instalaron en grutas naturales. Una luz tenue y una música débil suben a la noche desde allí.
La arquitectura es porosa como estas piedras. La construcción y la acción se alternan en patios, arcadas y escaleras. Todo es lo suficientemente flexible como para poder convertirse en escenario de nuevas constelaciones imprevistas. Se evita lo definitivo, lo acuñado. Ninguna situación actual está dada para siempre, ninguna figura pronuncia su “así y no de otra manera”. Así se configura aquí la arquitectura, esa pieza contundente de ritmo comunitario. Civilizada, privada y de categoría sólo en los grandes hoteles y depósitos del muelle, anárquica, intrincada, pueblerina en el centro, en el que recién hace cuarenta años se trazaron grandes calles. Y sólo en estas calles la casa en sentido nórdico es el núcleo de la arquitectura urbana. En el centro, en cambio, lo es la manzana, sostenida en sus esquinas por frescos de la Virgen como con broches de hierro.
LABERINTO NAPOLITANO Nadie se orienta por los números de las casas. Las referencias son los negocios, las fuentes y las iglesias. Y no siempre se trata de referencias sencillas. Porque la iglesia napolitana típica no se exhibe sobre una plaza enorme, visible desde lejos, con naves laterales, coro y cúpula, sino que está escondida, empotrada; las cúpulas altas a menudo sólo se pueden ver desde pocos lugares y tampoco entonces es fácil llegar hasta ellas; es imposible distinguir la masa de la iglesia de las construcciones profanas que la rodean. El extraño pasa de largo ante ella. La puerta insignificante, muchas veces apenas una cortina, es el pórtico secreto para el iniciado. A él, un solo paso lo traslada de la confusión de patios sucios a la soledad pura del ambiente de una iglesia con paredes blanqueadas con cal. Su existencia privada es el correlato barroco de una intensa vida pública. Porque la vida privada no se desenvuelve aquí entre las cuatro paredes, con la mujer y los hijos, sino en la devoción o en la desesperación. Por calles laterales, la vista se desliza sobre escalones sucios hacia tabernas donde tres, cuatro hombres, están sentados distanciados entre sí bebiendo, ocultos tras los barriles como si estuvieran tras los pilares de una iglesia. En esos rincones apenas se distingue dónde aún se está construyendo y dónde ya comenzó la decadencia. Porque nada se termina ni se concluye (...)
También en el uso de los materiales, la decoración callejera está emparentada con la escenografía teatral. El papel cumple la función más importante. Espantamoscas rojos, azules y amarillos, altares de papel brillante de colores en las paredes, rosetas de papel en los pedazos de carne crudos. También aparecen artistas que despliegan destrezas de varieté. En una de las calles más animadas hay alguien arrodillado en el asfalto, con una cajita a su lado. Con tizas de colores, dibuja un Cristo en la piedra y, más abajo, la cabeza de la Virgen. Mientras tanto, se formó un círculo a su alrededor, el artista se levanta y, mientras espera al lado de su obra un cuarto de hora, media hora, de entre la ronda caen unas pocas, contadas, monedas sobre los miembros, la cabeza y el tronco de la figura. Hasta que las levanta, todos se dispersan y, en unos instantes, el cuadro quedó pisoteado.
Algunos comen maccaroni con las manos, habilidad que exhiben a los extranjeros a cambio de algún dinero. Otras cosas se pagan por tarifa. Los comerciantes pagan un precio fijo por las colillas de cigarrillo que se sacan de las ranuras del piso en los cafés después de la hora de cierre (antes se las salía a buscar con antorchas) y se venden en los puestos del barrio portuario junto con los restos de comida de los restaurantes, sesos de gato cocidos y mariscos. Hay música que va de un lugar a otro: no es melancólica para la corte, sino radiante para las calles. Del carro ancho, una especie de xilófono, cuelgan textos de canciones en colores. Aquí se los puede comprar. Un hombre los hace girar; el otro, a su lado, aparece con el plato ante cualquiera que, distraído, pudiera llegar a quedarse parado. Así todo lo alegre es móvil: música, juguetes, helados se propagan a través de las calles.
Esta música es siempre resabio de los últimos feriados y preludio de los siguientes. Los días de fiesta impregnan irresistiblemente todos los días laborables. La porosidad es la ley que siempre vuelve a descubrirse, inagotable, en esta vida. ¡Hay una huella de domingo escondida en cada día de semana y mucho día de semana en este domingo! (...)
FUEGOS ARTIFICIALES Durante las noches de julio a septiembre, una sola franja de fuego recorre la costa entre Nápoles y Salerno. A veces sobre Sorrento, a veces sobre Minori o Prajano, pero siempre sobre Nápoles se ven bolas de fuego. Aquí el fuego tiene cuerpo y alma. Está sujeto a modas y artificios. Cada parroquia quiere superar la fiesta de la parroquia vecina mediante nuevos efectos luminosos. El más antiguo elemento de origen chino, la magia atmosférica en forma de cohetes que imitan dragones, se muestra varias veces superior a la pompa telúrica: a los soles pegados en el piso y al crucifijo rodeado por las llamas del fuego de San Telmo. En la playa, los pinos del Giardino Pubblico forman una recova. Si uno viaja allí durante la noche de fiesta, la lluvia de fuego anida en todas las copas. Pero tampoco aquí hay ensoñación. Sólo el estruendo logra la apoteosis del aplauso popular. Durante Piedigrotta, la fiesta más importante de los napolitanos, este gusto infantil por el bullicio adopta un rostro salvaje. En la noche del 8 de septiembre, grupos de alrededor de cien hombres recorren las calles, soplando en enormes bolsas, cuya abertura está disimulada con máscaras grotescas. A la fuerza o no se rodea a la gente y desde innumerables tubos el tono sordo penetra, desgarrador, en el oído. Muchas industrias dependen de este espectáculo. Roma, Corriere di Napoli, los vendedores de periódicos estiran el nombre desde su boca como goma de mascar. Su grito es marca popular. (...)
Hay anécdotas divertidas acerca de la habilidad comercial de los napolitanos. En una piazza animada, a una señora gorda se le cae el abanico de las manos. Desconcertada, mira a su alrededor; es demasiado pesada para levantarlo ella misma. Aparece un caballero que está dispuesto a brindarle el servicio por cincuenta liras. Negocian... y la dama recibe su abanico por diez. (...)
La vida privada es dispersa, porosa y entreverada. Lo que distingue a Nápoles de todas las grandes ciudades es lo mismo que lo que la acerca al pueblo de los hotentotes: torrentes de vida comunitaria recorren todas las actitudes y todos los menesteres individuales. La existencia, el más privado de los asuntos para los europeos del Norte, es aquí una cuestión colectiva como en el pueblo de los hotentotes.
Así la casa no es tanto el refugio al que las personas ingresan, sino más bien el reservorio inagotable del que fluyen. No sólo por las puertas sale lo animado. No sólo hasta el vestíbulo, donde la gente realiza sus tareas sentada en sillas (pues tienen la habilidad de convertir su cuerpo en una mesa). Los enseres cuelgan de balcones como plantas de maceta. De las ventanas de los pisos más altos bajan canastos para correspondencia, fruta y carbón atados a sogas. Así como las habitaciones de la casa se repiten en la calle, con sillas, cocina y altar, así, sólo que en forma mucho más ruidosa, la calle se adentra en las alcobas. Incluso la más pobre está llena de velas de cera, santos de porcelana, racimos de fotos en las paredes y armazones de camas de hierro, como la calle está llena de carretas, de personas y de luces. La miseria logró una extensión de sus límites, que es el reflejo de la libertad de pensamiento más brillante. El sueño y la comida no tienen horario, a menudo tampoco lugar establecido.
Texto de Walter Benjamin, Denkbilder. Epifanías en viajes. El cuenco de plata, 2011. Publicado por Página 12, mayo 2011.