Según la creencia popular, el 2 de noviembre es el día en que las almas de los fallecidos regresan para visitar a los vivos. Pero no sólo en las casas se montan altares con las fotos de los difuntos y aquellos placeres que los deleitaban en vida (hay desde cazuelas de mole hasta cigarros y tequila). También los museos e instituciones colocan sus propios altares, como la ofrenda del Senado de la república en honor de dos diputados desaparecidos.
El tradicional pan de muerto (pan con nueces) y las calaveras de azúcar son abundantes en esta época, aunque las celebraciones tienen sus particularidades en cada pueblo. En Oaxaca, por ejemplo, pueden verse representaciones de cortejos fúnebres y comparsas, mientras que en el cementerio de San Andrés Mixquic, los familiares prenden miles de velas frente a las tumbas de sus seres queridos. En este pueblito también hay guías que cuentan historias de muertos, al tiempo que los niños van disfrazados y todos se sacan fotos al lado de representaciones de la muerte (los más parecido a un Halloween mexicano que se puede encontrar en el país).
El origen de la celebración del Día de Muertos es anterior a la llegada de los españoles (hay registro de celebraciones en las etnias mexica, maya, purépecha, náhuatl y totonaca). Con la conquista española en el siglo XVI, el sincretismo hizo coincidir las festividades católicas del Día de todos los Santos y Todas las Almas con el festival mesoamericano, creando el actual Día de Muertos.
Y no es que los mexicanos no se entristezcan con la muerte (en algunas partes todavía existen las lloronas que llevan sus lágrimas y suspiros a los entierros). Simplemente, aprender a celebrarla sea tal vez la manera más sana de sobrellevar el dolor. Y sin quererlo, una forma de promocionar su peculiar ritual en el mundo.
La Nacion, domingo 01 de noviembre de 2009
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