Impresiones de un fascinante recorrido desde la capital provincial hasta los mágicos poblados de Tafí del Valle y Amaicha. La historia y las tradiciones, los tesoros arqueológicos y toda la belleza de los paisajes.
Miles de postales de colores vivos estallan en Tucumán . Nuevos bríos enriquecen su amplia gama de matices y la provincia se muestra vital ante los ojos de sus visitantes. El mentado Jardín de la República se recrea sin retaceos junto a los caminos, en las ciudades y pueblos, y bien arriba de los cerros.
El perfume de azahar de los naranjos envuelve la Plaza Independencia de San Miguel de Tucumán , el eje alrededor del cual se alinean los señoriales edificios de ilustres familias tucumanas. En 1524, antes de que tomara forma el entorno de arquitectura europea superpuesta, Diego de Villarroel tuvo la idea de fundar la primitiva aldea Ibatín cerca de la actual Monteros. Pero eran los diaguitas los dueños de estas tierras y se lo hicieron saber sin delicadezas al conquistador español.
En 1685, acosado por los indios y las inundaciones, Fernando Mate de Luna decidió trasladar la plaza al norte, donde floreció la capital. Le fue mejor: pudo levantar el edificio del Cabildo y la Iglesia Matriz.
Desde 1850, el templo es la Catedral Nuestra Señora de la Encarnación, cuyas columnas dóricas, jónicas, corintias y eslavas impactan tanto como la Estatua de la Libertad –esculpida por Lola Mora y llevada al centro de la plaza en 1904– y la imponente Casa de Gobierno, construida con detalles art nouveau sobre tres cúpulas negras, líneas francesas y rasgos italianizantes.
Después de décadas de permanecer deslucida en una calle céntrica, angosta y muy transitada a toda hora, la Casa de la Independencia de 1816 forma parte del Paseo de la Independencia.
La cuadra de Congreso ahora es peatonal y cobija puestos de artesanías, asientos y carteles que refrescan la memoria sobre los sucesos que rodearon la gesta del Congreso de Tucumán.
Una magia especial depara el lugar de noche –muy bien iluminado–, cuando en los patios interiores de la Casa se ofrece el espectáculo “Luz y sonido”.
En el Parque 9 de Julio –el refrescante pulmón verde de la capital tucumana–, la casona colonial del siglo XVIII que perteneció al obispo Eusebio Colombres –el pionero de la industria azucarera– exhibe el primer trapiche que funcionó en Tucumán, de madera de quebracho.
Las 168 hectáreas del parque que diseñó Carlos Thays en 1916 demuestran que el mote de “Jardín de la República” le calza a la medida a Tucumán.
En esta sugerente entrada a la ciudad por el este predominan los jacarandáes –conocidos aquí como tarcos–, complementados por limoneros, ceibos, paltas anisadas, mangos y nísperos.
La caminata atraviesa el Rosedal –abrazado por una pérgola–, 40 estatuas (algunas son de mármol), la Fuente Luminosa y el Reloj de las Flores: una delicadeza suiza, con las agujas tapizadas por el musgo.
Desde San Miguel de Tucumán hacia el este, la más genuina tradición tucumana cautiva antes de trepar la espectacular cuesta selvática que juguetea con las vueltas del río Los Sosa.
Famaillá acredita el mote de “Capital nacional de la empanada”.
“Debe cocerse en horno de barro y lleva carne cortada con cuchillo, cebolla de verdeo, morrón, pimentón y comino”, revelan en parte el secreto de su arte las mujeres famaillenses, cuyas expertas manos compiten en pos del reinado durante la Fiesta Nacional de la Empanada, en septiembre.
El río Los Sosa es una serpiente que brama en la selva y marca las curvas del camino, que se abre paso entre cañas colihue, helechos y alisos. Esporádicamente, el manto vegetal deja algún resquicio y afloran los balcones de la quebrada.
El aire puro y perfumado induce a tirarse un rato sobre la orilla, aunque enseguida el lugar de descanso se corre unos metros hasta el propio cauce del río, sobre alguna roca empapada por el agua fresca y transparente.
Después de transitar la seguidilla de curvas en subida y el gigantesco Monumento al Indio Calchaquí, el Parque de Los Menhires –que está formado por esculturas de piedra creadas hace 3 mil años– se entremezcla con gruesos cardones al borde del lago del dique La Angostura.
A la izquierda, el sol deja una pátina de brillo sobre la villa El Mollar . Enfrente, a los pies del Abra del Infiernillo, reluce Tafí del Valle . Praderas teñidas por un verde intenso y compacto, el aire que llena los pulmones con oxígeno a discreción, las cabalgatas y el queso artesanal sustentan la fama de esta puerta de entrada a los Valles Calchaquíes desde el sur.
Tafí es el terruño soñado para pelearle al estrés a pura caminata, cabalgata o simple contemplación, y también el lugar elegido para construir confortables hospedajes y casas de fin de semana. Cada tanto, la dulce voz de las copleras del pueblo copan las calles angostas. Un regalo inigualable.
Más proclives a las emociones fuertes, algunos jóvenes prefieren desafiar la naturaleza desbordante, volando en aladelta desde el cerro El Pelao o practicando windsurf en el lago de la represa.
Hacia el norte por la ruta 307, del otro lado del Abra del Infiernillo están resguardados los tesoros de la comunidad indígena de Amaicha del Valle , donde en agosto se realiza la Fiesta de la Pachamama. A 8 km del pueblo, por una senda de tierra flanqueada por casas de adobe, las Ruinas de los Cardones se mantienen en la cima de dos cumbres rocosas y al margen de cualquier catálogo turístico. No menos misteriosa es la Virgen Tallada, una obra excelsa trabajada en un solo tronco.
A 18 km de Amaicha, la “ciudad sagrada” de la comunidad quilmes revive la identidad y la cosmovisión de una civilización que empezó a florecer hace 9.000 años, hasta que en 1666 los pobladores fueron expulsados por los conquistadores españoles. El recorrido avanza en un permanente zigzag en ascenso.
Hay que andar con cuidado para alcanzar los sectores circulares, destinados a las mujeres encargadas de moler granos con morteros. Es mejor salir indemne de la acechanza de pencas (plantas espinosas), tunas y los enormes cardones que primero atraen con sus flores blancas y rosadas y después demandan contorsiones imposibles para arrancarles alguna pasacan, el fruto dulce comestible.
En las estribaciones de la cumbre del cerro, el sendero se transforma en una senda exigua, apenas una borrosa huella de piedras traicioneras, cada vez más difícil de transitar. Sólo los más audaces insisten en desentrañar los secretos de ese sector, que albergaba las cuarenta viviendas del cacique y su familia, discretamente protegido por varios pucará (puestos de vigilancia).
Sentado entre las ruinas de la ciudadela de los indios quilmes, el guía Sandro Yampa parece ensimismado en sus sorbos de chicha, sumido en el silencio que estremece. Un instante mágico al que se asocia desde las alturas un cóndor. Es que allí, sobre esos cerros pelados, salpicados de piedra y cardo, sus antepasados forjaron su propio jardín floreciente.
Por Cristian Sirouyan para Clarín, febrero 2011
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