Un recorrido por la fascinante capital portuguesa. Entre monumentos, plazas y magníficos edificios. El colorido de sus históricos barrios, los reductos del Fado y las huellas de un pasado glorioso.
Calles angostas que cruzan como sorpresas. Adoquines y pendientes, hacia arriba y hacia abajo. Techos rojos y traqueteo de tranvías. Y cerca de todo, el río Tajo –o Tejo, como lo llaman aquí– con su generoso estuario, y claro, el rumoroso mar. En Lisboa, como escribió Fernando Pessoa, “hombres, casas, piedras, letreros y cielo, somos una gran multitud amiga”. Y eso es lo que se respira en la plácida, antigua y bella capital de Portugal.
Esta es una de las pocas capitales europeas con río y mar, en la que el viajero no podrá abstraerse de su impresionante arquitectura, producto de siglos de historia y arte, que fueron plasmados en una diversidad de estructuras como plazas, castillos, iglesias y cientos de monumentos.
En esa urdimbre, el legendario tranvía es algo más que una atracción turística; es, por cierto, uno de los transportes más eficientes de la ciudad. Sus rutas establecidas marcan recorridos atractivos para los visitantes, pues a bordo de estos modernos tranvías se pueden recorrer los históricos barrios. Pero también es una ciudad muy cómoda para caminar.
Lisboa es una de las ciudades más bellas de Europa. Y en eso, mucho tiene que ver la música que la identifica: el nostálgico fado; el más genuino representante de la música popular de Portugal. El barrio de Alfama es el lugar a recorrer para los amantes del fado. “Vive en una calle de Alfama/ y la llaman madrugada/ pero ella, de tan alocada/ ni sabe cómo se llama”, le cantaba al barrio Amalia Rodríguez, la reina del fado. Algunos de los mejores reductos para escuchar fado: O Forcado, Café Luso, Casa do Fado, A Baiuca, A Severa y Adega Mesquita, entre otros tantos.
Influencias culturales
Los primeros pobladores de Lisboa fueron los fenicios, quienes la bautizaron Allis Ubbo, que significa “Puerto encantado”. Luego llegaron aventureros griegos y cartagineses. Pero a los portugueses les fascina la leyenda que dice que Lisboa fue fundada por Ulises, en su largo derrotero entre Troya y su patria, la amada Itaca. En épocas posteriores la cultivaron los romanos y tras la caída del Imperio, llegaron alanos, suevos y visigodos, quienes ocuparon la ciudad hasta que los musulmanes la conquistaron en el siglo VIII.
Tanta historia debía quedar registrada en sus calles, sus edificaciones, sus templos, y algo de eso se respira en la antigua Lisboa que en 1147 pasó a manos cristianas, y que a finales de 1400 se convirtió en el bastión de la ruta marítima hacia la India, con lo que alcanzó su etapa de mayor esplendor.
En esa época de gran desarrollo económico, y convertida ya en imperio colonial, Portugal desplegó el estilo manuelino (corriente estética que se desarrolló en el reinado de Manuel I de Portugal entre 1495 y 1521), cuya arquitectura dejó marcas en todo el territorio. Por doquier el visitante se tropieza con bellos decorados en azulejos –reveladores de la herencia cultural de la dominación árabe–, a lo que se suma la gran preponderancia de la mayólica italiana.
Barrios legendarios
Como en todas las ciudades antiguas, Lisboa ofrece cantidad de rincones tan bellos y misteriosos, que sería imposible registrarlos en una guía turística; por eso, el mejor consejo es recorrerla y descubrir con los propios ojos.
El barrio de Alfama es una de las esencias de Lisboa; un pueblo inmerso en la capital de una nación donde todos se conocen y se saludan. José Saramago se declaraba un enamorado del barrio y aconsejaba perderse por sus “callejones inquietantes”. Sus calles estrechas son encantadoras y las casas apretadas bajan desde una de las siete colinas verdes y parecen hundirse en un mar salpicado de barcos de pescadores. Las calles de Alfama están protegidas por santos a los que se puede descubrir en pequeños paneles colocados a la entrada de las casas. Ellos son los que dan aliento para seguir caminando por esas calles que suben y bajan.
Reconstruido después del terremoto del 1755, La Baixa es el barrio más céntrico. De estilo clásico, tiene calles geométricas y fachadas cubiertas de azulejos. Desde la Plaza de Comercio, un espacio abierto que da al río Tajo, pasando por el arco que da a la rua Augusta, se puede tomar el tranvía que va al Castelo.
Antes, es recomendable visitar la Catedral Sé. Este templo, mezcla de arquitectura gótica y románica, tiene aspecto de edificio defensivo. Lo curioso es que sus muros se levantaron sobre una antigua mezquita. De la parte superior de las torres gemelas se tiene una panorámica imperdible de la serena Lisboa.
El Chado o Barrio Alto es un vecindario del siglo XVI, de aspecto melancólico, rozando el romanticismo. Sus fachadas de azulejos cuentan pequeñas historias y las calles se empinan como desafíos. Bien lo valen; desde las alturas se respira el mar y se consiguen las mejores vistas para fotografías inolvidables. La Casa del pintor Ferreira das Tabuletas, uno de los artistas de azulejos más representativos del siglo XIX, es hoy un museo muy visitado. Conocido por haber iniciado su carrera artística pintando tabuletas (tablillas o placas con indicaciones de interés público), Ferreira vivió en un edificio de azulejos en una gama de colores entre el sepia y el amarillo, con un frontón triangular y el ojo de la providencia acompañado por la estrella de cinco puntas. Flanqueando las ventanas centrales del edificio, alineadas en vertical, hay seis figuras alegóricas en hornacinas, vestidas con atuendos de la época clásica, que representan la ciencia, la agricultura, la industria y el comercio; y dos elementos naturales como la tierra y el agua.
La colina más alta
En la cima de la mayor colina de la ciudad está el Castelo de Sao Jorge, del siglo VI. Además de apreciar su belleza, el visitante disfrutará del movimiento del río, de los delicados puentes y de las colinas que asoman como una promesa.
Si el cansancio sorprende en las cercanías de la Plaza de Rossio nada mejor que gratificarse en esa animada zona de la ciudad con el típico bica, un café fuerte. En las mesas de los bares, sembradas en las veredas, dejan pasar las horas los vecinos, los paseantes y los peregrinos.
La Plaza de Comercio, sirve de eje a la hora de elegir posibles itinerarios, como el que corre paralelo al río, rumbo a la zona de Belém. En ese recorrido, la primera parada es el renacido mercado da Ribeira que, tras su última restauración, se ha convertido en un espacio multifunción.
En la planta baja abundan los puestos de frutas y verduras; y en la alta, tiendas modernas de artesanías, en sintonía con el espíritu del barrio de al lado: Santos Design District, el más fashion de toda la ciudad.
Río abajo, donde el Tajo se funde con el mar, asoma el barrio de Belem, que concentra, en un reducido espacio, algunos de los monumentos más importantes de Lisboa.
El monasterio Los Jerónimos de Belem está considerado una joya arquitectónica. La decoración exterior está adornada por piedra, tiene amplias galerías abiertas y torres de vigilancia en estilo arábigo. Allí se puede admirar la cruz de la orden de Cristo y elementos naturalistas, características del estilo manuelino.
La estructura está formada por la torre y el baluarte. En los ángulos del piso inferior de ambos sobresalen torrecillas cilíndricas coronadas por cúpulas con forma de gajos de naranja y decoradas en cantería de piedra.
Muy cerca del monasterio se erige Pasteis de Belem, un monumento a la pastelería donde también sirven café. Allí se encuentran los deliciosos pasteles de Belem recién hechos. Los ofrecen calentitos; irresistibles.
Rincones de arte
En el barrio de Santos, los últimos jueves de cada mes reluce la creatividad y la originalidad. Las escuelas de diseño ocupan un lugar destacado; los alumnos tienen la posibilidad de mostrar sus trabajos en las diversas tiendas: piezas únicas de diseño, a precios especiales. Al final de la tarde, en el teatro A Barraca se puede tomar un aperitivo al son del fado.
Lisboa ofrece una variada oferta de museos. Las siempre sorprendentes colecciones de arte Oriental, que proceden de Egipto o Siria, la espada del conquistador Vasco de Gama y el hidroavión que hizo la primera travesía sobre el océano Atlántico, son solo algunos de estos atractivos.
En la Fundación Calouste Gubelkian, en el Parque de Santa Gertrudes, se pueden contemplar unas 1.000 piezas de las 6.000 que componen la colección: arte egipcio, grecorromano, islámico, chino y japonés. Además, obras de pintores como Rembrandt, Rubens, Hubert Robert, Edouard Manet y Edgar Degas, entre otros. Además del Museo Nacional de Arte Antiguo, Lisboa ofrece algunas curiosidades como el Museo de Carruajes, el Museo del Azulejo o el Museo de la Marina. Y en la Baixa, bajando por la peatonal Rua Augusta, hay un rincón artístico de vanguardia.
Hacia la Plaza de Comercio, el tranvía 15E, que va hacia Belem, conduce hasta el edificio Transboavista VPF donde hay exposiciones de arte contemporáneo, performances y video instalaciones en forma permanente. También en el Centro cultural de Belem, frente a la Praca do Imperio, brilla el arte contemporáneo. El Museo Berardo muestra las mejores expresiones de las vanguardias portuguesas con piezas de Bacon y Warhol, entre otros.
Desde la remodelación de los antiguos muelles, junto al Puente 25 de Abril, la noche de Lisboa ha cambiado. Antaño algo provinciana y aburrida, hoy ofrece una gran movida, con restaurantes y locales de copas, abiertos hasta la madrugada.
Muchos restaurantes con terrazas al aire libre miran hacia un pequeño y coqueto puerto deportivo. También hay varios boliches que invaden el aire con su música, todos abiertos hasta esos amaneceres de ensueño que cada día despiertan al milagro de esta ciudad.
Melancólica, mágica, inolvidable. Así es Lisboa.
Por Josefina Mol. Diario Clarín, Febrero 2011
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