La radical transformación urbanística de la gran aldea vasca en las últimas dos décadas dio mucho que hablar, pero el proceso continúa y vale la pena ir a comprobarlo...
BILBAO.- No hay que caminar mucho desde la flamante torre Iberdrola, diseñada por César Pelli, para llegar al Museo Guggenheim, del arquitecto canadiense Frank Gehry, y luego cruzar por el puente del valenciano Santiago Calatrava. Desde allí se puede tomar el metro, en las estaciones proyectadas por el británico Norman Foster (los fosteritos, las llaman los bilbaínos), para visitar una de las últimas obras del francés Philippe Starck, el centro cívico La Alhóndiga.
Dar vueltas por Bilbao es internarse en un catálogo 3D de la más prestigiosa arquitectura contemporánea. La concentración de edificios interesantes es suficientemente alta como para justificar la peregrinación hasta allí de cualquier aficionado a la arquitectura. Pero a la vez es apenas la cara más visible de todo un fenómeno: la transformación de Bilbao.
De pasado hiperindustrial, dominada por astilleros, minas de hierro y chimeneas, la mayor ciudad del País Vasco (Euskadi) vivió en las últimas dos décadas un radical replanteo. Capital de Vizcaya, una de las tres provincias vascas, y su ciudad más poblada, con más de un millón de habitantes considerando el área metropolitana, ha sido durante siglos el motor productivo y económico de la región; la contraparte con hollín de la playera y afrancesada San Sebastián (Donostia), en Guipúzcoa. Dicho de otro modo, mientras que a San Sebastián le decían La Perla del Cantábrico, a Bilbao la llamaban... El Agujero (Botxo, en euskera), y no sólo por su ubicación entre montañas.
Pero el reciente proceso de desindustrialización y reordenamiento urbano fue un éxito, con el doble beneficio de mejorar la calidad de vida para sus habitantes y de generar una excelente publicidad hacia el resto del mundo. Tanto que gracias al denominado efecto Bilbao la capital de Vizcaya recibió el año último el primer Lee Kuan Yew World City Prize, nuevo premio bienal al que algunos llaman el Nobel de las Ciudades (lo otorga el gobierno de Singapur en colaboración con la Academia Sueca) y que se plantea distinguir iniciativas de planeamiento urbano.
Bilbao es un caso, pero no un caso cerrado. Al recorrerla se percibe el cambio, ese movimiento que los orgullosos bilbaínos se ocupan de destacar constantemente.
El emblema de la revolución es, claro, el Museo Guggenheim, inaugurado en 1997, la foto inevitable que representa a una ciudad que estaba allí 700 años antes. Dicen que Bilbao buscaba un gran proyecto para mostrarle al mundo y que la Fundación Solomon Guggenheim pretendía abrir un nuevo museo y una especie de sistema de franquicias. Ambas partes se encontraron en el momento justo.
Como locación se eligió un sitio junto a la ría donde hasta entonces no había más que contenedores apilados, algo difícil de imaginar hoy. El resultado es un museo en el que la mayor obra es el edificio en sí, un conjunto de vidrio y planchas de titanio, con la solidez propia de ese material, pero con el carácter casi orgánico que le confieren las asimétricas ondas, las leves diferencias de tono y los reflejos de la luz que siempre cambian, todo en equilibrio junto a la ría del Nervión y al Puente de la Salve.
El interior no es menos impresionante, con tres altos niveles que podrían haber sido cinco. No hay dos puntos desde donde las vistas sean iguales. Nada contra los artistas que allí exponen, pero la verdad es que la visita al Guggenheim vale la pena incluso si no se contempla una sola pintura, escultura o instalación. Y eso que las laberínticas estructuras de hierro del norteamericano Richard Serra son hasta perturbadoras y que la araña gigante de Louise Bourgeois (en estos días, otro ejemplar de la serie arácnida está en la Fundación Proa, de La Boca) tiene un poder casi hipnótico; igual que el perro terrier de Jeff Koons, de unos doce metros de alto y cubierto de flores.
El interior no es menos impresionante, con tres altos niveles que podrían haber sido cinco. No hay dos puntos desde donde las vistas sean iguales. Nada contra los artistas que allí exponen, pero la verdad es que la visita al Guggenheim vale la pena incluso si no se contempla una sola pintura, escultura o instalación. Y eso que las laberínticas estructuras de hierro del norteamericano Richard Serra son hasta perturbadoras y que la araña gigante de Louise Bourgeois (en estos días, otro ejemplar de la serie arácnida está en la Fundación Proa, de La Boca) tiene un poder casi hipnótico; igual que el perro terrier de Jeff Koons, de unos doce metros de alto y cubierto de flores.
De Calatrava es el aeropuerto de Bilbao y también un puente similar al porteño de la Mujer, en Puerto Madero. De César Pelli se inauguró no hace mucho la torre de oficinas más alta de la ciudad, en la zona de Abandoibarra.
Pero una de las obras más interesantes en la colección bilbaína es la última criatura de Philippe Starck, la extraordinaria Alhóndiga, antiguo mercado de vinos que tiene algo que ver con la pieza de Gehry: fue la primera locación propuesta (y descartada) para el Guggenheim Bilbao.
Este edificio de 1909 fue reabierto el año último como complejo cultural, mediateca, con gimnasio y una elevada pileta pública con fondo transparente que permite ver a los nadadores desde el nivel inferior. Pero, sobre todo, como una gran plaza cubierta y de libre circulación, en la que cada columna (diseñada por el escenógrafo italiano Lorenzo Baraldi) representa un linaje artístico, distinto, desde el renacentismo hasta el pop, todo dominado por una gigantesca proyección en video del sol.
Con semejante recorrido se podría pensar que Bilbao nació ayer. Pero no, ahí está su clásica Gran Vía, la avenida comercial que conduce al casco antiguo, no sin antes pasar por mil tiendas, Corte Inglés y Zara, incluidas.
El centro viejo no es el más sorprendente de Europa, pero tiene sus pequeñas calles y tiendas todavía no invadidas por el turismo. En todo caso, de la vieja Bilbao más vale no perderse el Puente Vizcaya, inaugurado en 1893 y declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2006, como "una de las más destacadas obras de arquitectura del hierro de la Revolución industrial". Se trata más precisamente de un puente transbordador, en el que personas y autos cruzan la ría mediante una barquilla sostenida por cables, de Portugalete a Getxo. Además, se pueden subir 50 metros en ascensor por una de las torres y cruzar el río caminando por una pasarela superior. El que se anime, porque la altura no es para cualquiera, tendrá como premio la mejor vista posible de la ciudad.
Además están los parques y paseos junto a la ría, que en otro trabajo ejemplar se logró recuperar de aquellos años de contaminación industrial. Esos tiempos en los que, según algunos bilbaínos recuerdan, a nadie se le ocurría tender ropa afuera toda una noche, salvo que deseara encontrarla cubierta de hollín a la mañana siguiente. Desde entonces hasta esta ciudad para el premio Nobel hubo mucho más que la construcción de un museo-obra de arte.
La capital de Vizcaya es el punto de partida lógico para dos peregrinaciones turísticas de carácter muy distinto.
En sólo 45 minutos en auto se llega, por un lado, a Guernica (o Gernika), villa que por siglos ha sido lugar de asamblea para las Juntas Generales de Vizcaya. Y es justamente en los jardines de la Casa de Juntas donde se encuentra el Roble de Guernica, símbolo del pueblo vasco (del que hay un antiguo retoño en el Centro Vasco Laurak Bat, en Buenos Aires), tanto en su más joven versión como en lo que se conserva del árbol anterior.
El pueblo es célebre también por haber sufrido un determinante bombardeo franquista en el comienzo de la Guerra Civil Española, el 26 de abril de 1937, ataque que luego inspiraría el famosísimo Guernica, de Pablo Picasso, hoy en el Museo Reina Sofía de Madrid.
La excursión, como para medio día, merece terminar con un almuerzo también histórico, en Baserri Maitea, recomendable restaurante con el doble atractivo de la mejor cocina tradicional más la posibilidad de ingresar en un auténtico caserío, que no es un conjunto de casas, sino una clásica vivienda familiar vizcaína, con sus ambientes conservados como si los siglos no hubieran pasado.
Otro paseo imperdible desde Bilbao es recorrer la costa vizcaína, que alterna generosas playas con dramáticos acantilados, como el que mira sobre la ermita de San Juan de Gaztelugatxe. La ermita se encuentra en un islote unido a la costa por un puente, al que algunos exageran un poco en llamar el Mont Saint Michel vasco.
El folklore indica subir los casi 300 escalones, tocar tres veces la campana de la ermita y pedir un deseo. Algunos refuerzan la solicitud con una ofrenda, como ropa de bebe en caso de ansiar la maternidad o una boina, para curarse la jaqueca. Es típico, además, que marineros sobrevivientes a alguna tormenta dejen exvotos, por lo que el lugar, con los años, se ha transformado en una especie de museo.
Y cada tanto también algunas parejas se casan en la ermita. Como el vasco José Félix Cano Montoya, que allí perdió su soltería junto a una argentina. "La última vez que estuve en la ermita llegué soltero y me fui casado. Siempre había querido casarme allí, pero no es fácil conseguir el lugar. Así como tampoco es sencillo acceder a la ermita. Dos tíos de mi madre, por ejemplo, no lograron subir tantas escaleras", recuerda Cano, que ahora vive en Buenos Aires y está a cargo del sector Europa de la agencia mayorista argentina Ola.
DE PINTXOS , CON TXAKOLI
La gastronomía vasca es una de las más prestigiosas de Europa. Bilbao, como gran ciudad, es uno de los mejores lugares para comprobarlo. Y la forma de hacerlo es sumándose a uno de los deportes locales, junto con la pelota y el surf: ir de pintxos.
Los pintxos son porciones mínimas de todo tipo, como para picar. El turista desprevenido dirá ¡como una tapa!, sin equivocarse demasiado. Aunque, seguro, un vasco le respondería, severo, que son cosas totalmente distintas.
Mejor no discutir y disfrutar. Cada bar tiene su pintxo de la casa y la idea es recorrer lugares y probar diferentes preparaciones (entre 2 y 4 euros por pintxo). Las copas pueden variar, pero lo tradicional es acompañar con txakoli, vino típico de Vizcaya, popular sobre todo en su versión blanca y, a veces, con leves burbujas. Durante años producto de escasa calidad, el txakoli vive días de resurgimiento gracias al esfuerzo técnico de sus productores. Igual que Bilbao.
BOINAS GOROSTIAGA, A LA CABEZA DESDE 1857
No todo es arquitectura moderna y titanio en Bilbao. Para nada. También está el casco antiguo y peatonal, con sus calles para perderse durante horas. En una de ellas, llamada Víctor (o Viktor, según el cartel en euskera), está uno de sus negocios más tradicionales: la sombrerería Gorostiaga.
La boina es parte del identikit vasco arquetípico, aunque los bilbaínos jóvenes no necesariamente se paseen por su ciudad luciendo el tradicional sombrero. Y Gorostiaga, fundada nada menos que 1857, es la tienda más antigua del ramo en la ciudad. Aunque vende todo tipo de sombreros, la especialidad del negocio son las txapelas o boinas bien vascas, marca Elósegui, algo más nueva que la tienda: es de 1858. Los precios van desde los 19 euros, por unas boinas que son más bien de souvenir, hasta los 59 euros, por la boina premium lanzada especialmente para conmemorar los primeros 150 años de la casa Gorostiaga, en edición limitada. Entre 30 y 40 euros se puede comprar una muy buena pieza, impermeable y antipolilla. También se hacen productos a medida.
"¡Todo el mundo tiene una, aunque la mantenga guardada, para el frío o para lo que sea!", responde la encargada del local, casi ofendida ante la duda por el nivel de las ventas en el siglo XXI. Y, de paso, enumera algunos consejos prácticos para usuarios prolijos: "Lavar siempre a seco; no colgarla nunca, la boina se guarda plana, apoyada en un estante; usarla siempre con la etiqueta en exactamente la misma posición respecto de la cabeza, para que tome una buena forma".
Qué hacer
Bilbao Walking Tours. Caminatas guiadas por el casco viejo (todo el año, sábados y domingos a las 10) y por la zona de Ensanche-Abandoibarra (todo el año, sábados y domingos a las 12). Duran 90 minutos y cuestan 4,5 euros por persona.
informacion@bilbaoturismo.bilbao.net
informacion@bilbaoturismo.bilbao.net
Bilboats. Una forma diferente de recorrer la ciudad es navegar por su ría. Los de Bilboats, para 80 personas, tienen varios recorridos por 10 euros, para adultos, y 6 euros para mayores de 65 y menores de 10.
www.bilboats.com
www.bilboats.com
Guggenheim Bilbao. El museo abre de martes a domingo, de 10 a 20, aunque de julio a agosto, por temporada alta, se lo puede visitar también los lunes. Para recorrerlo completo, vale la pena contar con al menos tres horas. El valor de la entrada es variable según las exposiciones en curso, pero ronda los 12 euros e incluye una audioguía.
www.guggenheim-bilbao.es
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