Del Orient Express al Transiberiano y el Palace on Wheels, una confortable y pintoresca forma de conocer el mundo. Mitos, historias y recorridos fascinantes a bordo de los trenes más famosos...
Hace pocos meses, en diciembre de 2010, el historiador británico Tony Judt publicó en The New York Times un ensayo titulado “La gloria de los ferrocarriles”, donde subrayaba que “lo que parecía pasado de moda –viajar en tren– ha vuelto a ser moderno”. Y se preguntaba por qué. Para Judt, las razón es clara: los ferrocarriles han hecho posible la experiencia arquetípica de la Modernidad, o sea, el viaje como placer y aventura. “Lo que parecía la encarnación de la Posmodernidad –un mundo con autos y aviones, posferroviario– demostró ser, como muchas otras cosas entre las décadas de 1950-1990, sólo un paréntesis, impulsado, en este caso, por la ilusión del petróleo eternamente barato y el culto de lo privado”, decía Judt. Para él, las grandes estaciones ferroviarias construidas a finales del siglo XIX en Europa, Asia y América –entre otras, la Gare de l’Est en París (1852), Paddington Station en Londres (1854), Victoria Station en Bombay (1887)– valen tanto como las catedrales medievales, “deben ser preservadas por ellas y por nosotros”. Ellas y los trenes son el símbolo de la sociedad y la vida modernas, porque representan a individuos que han aprendido a compartir el espacio público –de eso trata la experiencia del viaje ferroviario– en beneficio mutuo.
Sí, los viajes en tren no son cosa de museo. Dos símbolos opuestos lo demuestran: el renacimiento de los trenes míticos –como el Orient Express– que proponen verdaderos “cruceros” sobre ruedas, simultáneamente con la construcción del Qingzan Railway de China, que desde 2006 une Lhasa –capital del Tibet– con las ciudades de Beijing y Shanghai bordeando el Himalaya.
Los trenes mencionados aquí son excepcionales: ya sea por su historia, por los paisajes que atraviesan y por la experiencia cultural que proponen. O porque en algunos casos cruzan continentes, o representan hazañas de la tecnología. Algunos de ellos ofrecen servicios de extremo lujo, otros no; pero todos son legendarios.
“En un mundo crecientemente globalizado y homogeneizado, debemos celebrar la diferencia y la individualidad de los trenes en todo el mundo. Los autos son tediosamente universales y los aviones lucen siempre iguales, pero los trenes son diferentes apenas se cruza una frontera. Diferentes en estilos, en tecnología, en clientela, en experiencias culturales”, anota Andrew Eames, editor de la guía “Great train journeys of the world”, publicada por Time Out en 2009.
A pesar de ser tan diferentes entre sí, los trenes tienen algo en común. Como dice Eames, hacen más estrecha la relación entre el viajero y su entorno porque atraviesan montañas y ciudades, abismos y llanuras, metiéndose en el patio trasero de un país. Los aviones no permiten ver nada de eso, mientras en una autopista habitualmente se ven las luces y el baúl del auto que va adelante.
Además, los trenes permiten tomarle el pulso a un sitio porque transportan un “recorte” de la sociedad local –además de los turistas– y de eso puede nacer, a veces, una conversación. O sea, historias: “Yo buscaba trenes y encontré pasajeros”, admitió Paul Theroux en uno de sus más populares libros de viajes, “El gran bazar del ferrocarril”.
Hay además una cualidad especial que distingue al tren de otros medios de transporte. Como la ruta está fijada, le permite al viajero distraerse, imaginar.
Vagones y poesía
“El viaje terminado no se parece mucho a aquel que habíamos planeado, los rieles no cesan de proponer un diálogo fecundo entre el sueño y la realidad. Mañana tomaremos otros trenes, descubriremos nuevos territorios, nos enamoraremos de las estaciones, tejeremos nuestros futuros recuerdos bendiciendo las casualidades, hermosamente reunidas por el viaje en tren”, dice el francés Baptiste Roux en “La poesía del riel, pequeña apología del viaje en tren”.
De esas casualidades creadoras puede dar fe la escritora Agatha Christie, entusiasta viajera del Orient Express. “Toda mi vida quise viajar en ese tren. Era mi favorito, me gustaba su tempo “allegro con fuoco”, sus ruidos, balanceándose de un lado a otro en el apuro por abandonar Occidente. Había una sutil diferencia cuando se pasaba de Europa a Asia, era como si el tiempo perdiera sentido”, dice Christie en su autobiografía.
Ella viajaba habitualmente desde la Victoria Station de Londres hasta la estación Sirkeci en Estambul –más de 3.300 kilómetros– para ver a su marido, el arqueólogo inglés Max Mallowan, que hacía excavaciones en Siria e Irak. En 1931 la escritora volvía hacia Londres cuando el tren se detuvo por una inundación en Pythiou, Grecia. La espera duró un par de días y entre los pasajeros había aristócratas europeos y millonarios estadounidenses, junto a uno de los directores de la empresa responsable del Orient Express, la Compagnie Internationale des Wagons Lits. Aquella espera forzada y la variedad de nacionalidades –además del secuestro, entonces reciente, del hijo del famoso aviador Lindbergh– inspiraron a Christie. La escritora imaginó al Orient Express detenido en los Balcanes por la nieve, pasajeros sospechosos y un crimen que debe resolver el detective Poirot. La novela tuvo tanto éxito que cuando el auténtico Orient Express agonizaba –hacia el año 1977 dejó de funcionar regularmente– un millonario, James Sherwood, compró los vagones que habían sido restaurados para la versión cinematográfica –realizada en 1974 con Albert Finney, Lauren Bacall y Sean Connery– en un remate en Montecarlo.
Sherwood encontró los vagones originales hechos en la década de 1920 y relanzó el Orient Express. Conservó el pedigrí de este tren creado en 1883 por el belga Georges Nagelmackers; no le vendió el alma al diablo, no instaló gimnasios o jacuzzis en estos coches que testimonian la “edad de oro” del ferrocarril. Hoy el recorrido une París con Estambul sólo una vez al año, cuando se reúne el cupo de pasajeros dispuestos a pagar hasta catorce mil dólares por una suite doble. Otra ruta habitual del Orient Express es la que va de París a Venecia por el túnel de Simplon, bajo los Alpes.
Un modelo y sus réplicas
Los trenes al estilo del Orient Express crearon el turismo moderno, explica el estudioso Patrick Poivre d’Arvor en su libro “La edad de oro del viaje en tren”. Justamente, la agencia de viajes Thomas Cook nació con la venta de tours planificados en ferrocarril. Desde 1890 en cada capital europea se construyeron hoteles para aquellos exigentes viajeros; es el caso –entre otros– del centenario hotel Pera Palace en Estambul. El modelo del Orient Express inspirado en la época en que los aristócratas europeos viajaban en los coches Pullman de la empresa Wagons Lits –con cinco comidas diarias, servidas en platos de porcelana china y cubiertos de plata– tiene ahora sus réplicas en varios países del mundo.
En el norte de la India, desde 1982 corre entre abril y setiembre el espléndido Palace on Wheels, con 14 vagones que llevan el nombre de cada uno de los principados de Rajasthan, la tierra de los maharajás. Nueva Delhi, Udaipur, Jaipur, Agra, son algunas de las estaciones: el paseo dura una semana y los pasajeros pernoctan en antiguos palacios reales que –más allá de los lujos– son testigos de toda una época. Muchos años antes, en 1936, el escritor francés Jean Cocteau hizo el recorrido con un libro en las manos, “Kim de la India”, de Rudyard Kipling.
En el sudeste de Asia, entre Singapur y Bangkok –casi 2 mil km en la ruta de los relatos de Graham Greene, que pasa por Penang y Kuala Lumpur– corre desde 1993 otro “crucero” sobre ruedas: The Eastern & Oriental Express. Sus vagones decorados por el francés Gerard Gallet con fina marquetería y lacas tailandesas, evocan al “Shanghai Express” de 1932. El tren atraviesa el célebre puente sobre el río Kwai, construido por Japón en 1942 con prisioneros ingleses durante la guerra, que inspiró la novela de Pierre Boulle y la película de David Lean, en 1957.
La lista podría seguir con otros trenes suntuosos, que remiten al modelo del Orient Express. Es el caso del Royal Scotsman, que atraviesa las Highlands, las tierras altas de Escocia. En el norte de España, el Transcantábrico une a Santiago de Compostela y San Sebastián. La propuesta de The Canadian, que va desde Toronto a Vancouver atravesando buena parte de Canadá, rescata la herencia de los trenes de línea transcontinentales, los “Superliners” de estilo estadounidense.
China, que ahora está construyendo miles de kilómetros de vías para trenes de alta velocidad, también rescata algo de aquellas tradiciones ferroviarias con el “Shangri-La Express”, la versión más confortable del Qingzang Railway que desde 2006 une Lhasa –en el Tibet– con Shanghai y Beijing. En el Tangula Pass, las vías trepan a 5.072 metros –hoy es el tren más alto del mundo– para atravesar las montañas. El nombre, Shangri-La, alude al mítico paraíso ubicado más allá del Himalaya. En el idioma chino, Qinzang significa Tibet: en Lhasa, los viajeros se fascinan con el palacio Potala o el templo Jokhang. Pero antes de llegar, la antigua capital de la “ruta de la seda”, Xian, espera con sus guerreros de terracota, milenarios guardianes de la tumba del emperador Qin Shihuang.
Del tiempo y la distancia
En Sudáfrica, el sueño que hacia 1890 impulsó el millonario Cecil Rhodes –unir por ferrocarril Ciudad del Cabo y El Cairo– se escenifica hoy en el Blue Train que sale de Ciudad del Cabo y llega hasta Pretoria, en un viaje a través de Table Mountain, el desierto de Karoo y el pueblo de Kimberley –ligado a la minería de de diamantes– además de Johannesburgo. Otro tren, The Pride of Africa, va más al norte de Pretoria –a través de Botswana y Zimbabwe– para detenerse frente al río Zambezi: las vías llegaron allí en 1905, mediante un espectacular puente junto a las cataratas de Victoria Falls. La pasión por este paisaje sudafricano viene de lejos: “Este es un país de leones, jirafas y antílopes, aunque los animales no se dignaron a aparecer para inspeccionar nuestro tren. Pero en una estación, el maquinista nos mostró el esqueleto de un elefante que, el año pasado, se quedó dormido en los rieles y provocó una demora de trece horas”, escribía en 1913 la exploradora Ethel Bagg en su libro “Cape Town to Victoria Falls”.
Otros trenes ofrecen placeres para sibaritas, pero el Transiberiano tiene la magia de su nombre y ofrece tiempo. El tiempo disponible en un viaje de 9.300 kilómetros, desde Moscú a Vladivostok. “Muchos hombres, aunque no los mejores, son felices cuando la pregunta ¿qué debo hacer? resulta innecesaria. Por eso me gusta el Transiberiano, porque uno yace en su camarote, justificadamente inerte”, escribía en 1933 el cronista viajero Peter Fleming en “One’s company”. Peter era el hermano de Ian Fleming, que, por cierto, en algún relato ubicaría a su espía, James Bond, en el Transiberiano.
Es que se trata de un tren y un mito: sobrevivió a un siglo de revoluciones, guerras, hambrunas, heladas, inundaciones. Construirlo llevó décadas, desde que el zar Alejandro III tomó la decisión en 1891 –quería asegurar la base naval de Vladivostok ante la creciente potencia militar de Japón– hasta la terminación, en 1916, luego de superar el lago Baikal y el río Amur. Se dice que Lenin y Stalin viajaban en los coches de la Wagons Lits confiscados por la revolución rusa de 1917, anticipada proféticamente en las visiones de “La prose du Trans Siberien et de la petite Jeanne de France”, un poema vanguardista que el suizo Blaise Cendrars publicó en 1913 en París. “Las vías son una geometría nueva”, escribió Cendrars en su poema. En Rusia nadie dudó de esa geometría: el Transiberiano es la columna vertebral del país, por eso en la década de 1950 la Unión Soviética electrificó la línea, que extendió sus ramales por Mongolia hacia China y Manchuria.
Así como Rusia no puede pensarse sin el Transiberiano, Estados Unidos tiene otra leyenda ferroviaria, The California Zephyr, el tren que une Chicago y San Francisco por la ruta abierta en 1869 con el primer ferrocarril transcontinental. La idea fue del presidente Abraham Lincoln, quien en 1862 autorizó a dos empresas –la Union Pacific desde Omaha hacia California, la Central Pacific desde Sacramento– para construir la línea. Demorada por la Guerra Civil hasta 1867, la traza ferroviaria debió atravesar los desiertos de Utah, la Sierra Nevada y la cordillera de las montañas Rocallosas.
Antes del tren, el viaje duraba seis meses: para llegar a California los viajeros debían dar la vuelta en barco por el Cabo de Hornos o intentar el cruce por los pantanos de Panamá. Un gran cineasta estadounidense, John Ford, contó aquella épica del Far West en su película “El caballo de hierro”.
“Un día, poco después de mi nacimiento, uno de nuestros exploradores volvió al campamento muy excitado diciendo que había visto una gran serpiente deslizándose por la llanura. Causó sensación. La observación cuidadosa reveló un hilo de humo que seguía a lo que creíamos que era una serpiente. Era el primer tren de la Union Pacific”, contaba a finales del siglo XIX el jefe indio Standing Bear, de los sioux.
Aquella leyenda continuó en el siglo veinte. En 1934 la empresa Burlington lanzó el Zephyr, el primer tren estadounidense impulsado por locomotoras diesel, con coches Pullman metálicos de diseño futurista, aire acondicionado y duchas en las cabinas. Tenía azafatas, las “Zephyrettes”, además de grandes vagones observatorio –los Vista Dome– para ver el paisaje de las Rocallosas, los ríos y desiertos. Ese tren era un anticipo del California Zephyr, lanzado con toda la pompa en 1949. Fue derrotado en 1969 por los aviones. Pero en 1983 lo relanzó Amtrak –la empresa estatal de ferrocarriles estadounidenses– con flamantes coches que tenían de dos pisos. Y a pesar de todos los augurios, sobrevive.
Es que, probablemente, el historiador Tony Judt razonó bien al escribir: “si perdiéramos los trenes, también deberíamos reconocer que hemos olvidado cómo se vive en sociedad”.
Por Eduardo Pogoriles para Clarín, Junio de 2011.-