Un recorrido por la “ruta gringa”, de Lima a Nazca, pasando por Cusco, Puno y Arequipa. Colores y sabores de un itinerario entre la cordillera, las sierras y el Pacífico.
Las nubes parecen resistirse a revelarnos el secreto: mientras el guía, Pedro, comienza su relato, no se ve más allá de tres o cuatro metros. Una densa neblina-llovizna cubre la ciudadela de Machu Picchu, la ciudad sagrada de los incas, en el sur de Perú. Pero de pronto el sol comienza a filtrarse, las nubes a correrse, y la ciudad inca se va revelando poco a poco, como si no quisiera mostrarse toda de una vez. De repente se ve una parte del sector urbano, con sus viviendas, templos y plazas; luego la zona vuelve a cubrirse y se descorre el velo que tapaba las terrazas de cultivo y el río Urubamba, serpenteando furioso al fondo de un enorme cañón. Hasta que las nubes se deciden a terminar su enigmático juego y dejan al descubierto el conjunto coronado por el Wayna Picchu, el cerro que delinea el perfil más famoso de la ciudad inca. Las ruinas impactan, pero tanto como el lugar en el que se ubican: una especie de filo sobre la ladera que une el Machu Picchu (pico viejo) con el Wayna Picchu (pico joven), con las verdísimas terrazas colgadas sobre precipicios.
Quizás algo similar, pensamos, haya experimentado Hiram Bingham, el explorador que dio a conocer esta ciudad escondida, cuando la descubrió para el mundo el 24 de julio de 1911. El descubrimiento de Machu Picchu está por cumplir 100 años, y se preparan grandes celebraciones que son una buena excusa más –como si hiciera falta– para visitar este increíble lugar y, de paso, recorrer otros destinos imperdibles de Perú.
“La ruta del gringo” se denomina aquí al recorrido que elije la mayoría de los turistas que visitan el país. Un circuito que parte de la capital, Lima, continúa en Cusco, el Valle Sagrado y Machu Picchu, sigue hacia el sur, a Puno y el lago Titicaca, y luego cruza hacia el mar haciendo escala en Arequipa. El último tramo atraviesa las misteriosas líneas de Nazca, en pleno desierto, para regresar nuevamente a Lima.
Entre el Altiplano, las sierras centrales y la costa del Pacífico, este recorrido hilvana ruinas monumentales, tradiciones culturales milenarias, volcanes y cumbres nevadas, desiertos y acantilados que dan la cara a un mar de olas embravecidas, sobre las que cabalgan cientos de surfistas. Si Perú hechiza por su fascinante historia relatada en impresionantes ruinas, no menos lo hace por su presente.
La ciudad de los reyes
Más de una vez nos habían dicho que en Lima no había mucho para ver, que no valía la pena, y hasta la guía que llevábamos hablaba de escasos atractivos. No podemos creerlo, ahora, mientras disfrutamos de un pisco sour en El Bolivarcito, el bar del hotel Bolívar, en pleno centro histórico, donde, dicen, se inventó este trago, el cóctel nacional peruano. Y pensamos que lo bueno de llegar sin tantas expectativas a un lugar es que entonces todo tiene derecho a sorprender: el pintoresco barrio de Miraflores y su Calle de las Pizzas, o la colorida y tranquila bohemia del barrio de Barranco, donde bien se puede cantar aquello de Chabuca Granda: el señorío de su ayer, nos dice adiós desde un balcón, disimulando su desdén. O la elegancia de San Isidro, con sus mansiones y su Parque del Olivar, donde aún dan frutos olivos plantados en la época de la colonia.
En los últimos años, la ciudad vivió un renacer envidiable, y el centro histórico, que supo ser oscuro y hasta hostil, hoy es un derroche de bellísima arquitectura colonial. Ese centro colonial es considerado el mayor de América Latina, y por eso la UNESCO lo declaró Patrimonio de la Humanidad. No haga caso a los agoreros de Lima, y disfrute del ambiente de las plazas de Armas y San Martín, unidas por las 5 cuadras del Jirón de la Unión.
Otro símbolo de la reciente recuperación limeña es el Parque de la Reserva, un enorme espacio que ocupa terrenos antes baldíos y abandonados. Allí hay ahora 13 fuentes que forman un “circuito mágico del agua”, donde distintas fuentes ornamentales lanzan potentes chorros que se combinan con música, luces y láseres que proyectan imágenes en movimiento en paredes de agua. Guinnes lo certificó como el complejo de fuentes más grande del mundo, y con la fuente más alta de un parque público: una de ellas lanza sus aguas hasta 80 metros de altura.
El ombligo del mundo
Mama Ocllo y Manco Cápac surgieron de Isla del Sol, en medio del lago Titicaca, y recibieron del padre Inti (Sol) una vara de oro y el encargo de establecerse allí donde esa vara se enterrase fácilmente en el suelo. Recorriendo las montañas, llegaron a las laderas del cerro Huanacaure, en Cusco, donde la vara se hundió en la tierra hasta desaparecer, señalando el sitio adecuado para establecer la capital del nuevo imperio, el “ombligo del mundo” (qosqío, en quechua).
Escuchamos la historia de boca del guía Bernabé mientras recorremos, en pleno centro de Cusco, el templo de Qoricancha. Qori, en quechua, significa oro, y qancha, lugar cercado, limitado por muros, por lo que este sonoro nombre se traduce como “cerco o recinto de oro”. Y es que aquí los incas habían levantado construcciones con paredes recubiertas de gruesas láminas de oro. Y así como Cusco fue centro y ombligo del mundo, Qorikancha fue el centro religioso del Cusco, es decir, el centro del centro. Es el sitio del que partían los caminos principales hacia las cuatro principales partes del universo, o las cuatro zonas en las que se dividía el Tawantinsuyu, el gran imperio inca.
Luego llegaron los españoles, y con ellos el saqueo y la destrucción. Del oro no quedan más que las historias, y sobre las bases del templo inca se levantó luego el convento y templo católico de Santo Domingo. Pero a Cusco se viene a comprender la historia inca y tratar de captar algo de aquella sabiduría, además de, claro, disfrutar de la belleza de la ciudad, con una hermosa Plaza de Armas rodeada de impresionantes edificios como la Catedral, la iglesia de la Compañía de Jesús y esas casas con balcones de madera que dan a la calle Plateros, y donde tomar un buen café al atardecer es un placer ante el cual el mismo inca Pachacútec se rendiría.
“¿Quieren que les explique lo que se puede ver aquí?”, nos pregunta una simpática niña que dice llamarse Alelí, que tiene 13 años y que nos puede contar muchas cosas alrededor del palacio de Inca Roca, o Hatun Rumiyoc, en el centro de Cusco. Y mientras vamos girando en torno al impresionante muro de piedra, nos cuenta las técnicas de construcción incas, cuyos muros resistieron todos los sismos, y la importancia de la serpiente, el puma y el cóndor en la cosmovisión andina, entre otras cosas. Y culmina explicando la simbología de la famosa piedra de los 12 ángulos. “Espero lo hayan disfrutado”, dice, sonríe y regresa en busca de otros turistas, dejándonos de regalo diez encantadores minutos.
Las calles animadas, el barrio bohemio de San Blas, el ambiente festivo y cosmopolita, son tan atractivos como el conjunto de ruinas que rodean la ciudad, encabezado por la monumental fortaleza de Sacsayhuamán, donde cada 21 de junio se celebra el Inti Raymi (Fiesta del Sol). Hay que perderse por las calles de Cusco esquivando a vendedores de todo lo imaginable que acosan a cada paso, y aunque alojarse en el hotel Monasterio sea un lujo para pocos, hay que al menos asomarse a contemplar este impresionante edificio del siglo XVI, que alberga el mejor hotel de la ciudad.
De Cusco salen las excursiones al Valle Sagrado, con poblados como Pisac –con un imperdible mercado–, Chinchero o Urubamba, y también los buses que, en unas 5 ó 6 horas, unen este ombligo del mundo con Puno, bien al sur, a orillas del lago Titicaca.
El lago y las islas
Aunque no es una ciudad pintoresca, Puno –“capital del folclore peruano”– está a orillas del lago navegable más alto del mundo (3.810 metros), y cerca de sus costas alberga uno de esos atractivos curiosos que figuran en cualquier mención turística del Titicaca: las islas de los Uros, una etnia que hace ya siglos decidió alejarse de las amenazas mudándose a islas flotantes hechas de totora, una caña que crece en las orillas.
Los tours desde Puno van rotando entre las más de 40 islas, para que todas reciban los beneficios del turismo. Al llegar a la que nos toca nos recibe Bonifacia, con su familia y una envidiable sonrisa, y nos muestra una pequeña huerta en la que cultiva unos pequeños papines. La vida de los uros depende absolutamente de la totora, ya que no sólo es comestible, sino que con ella hacen las islas, las viviendas, las embarcaciones, los colchones, las artesanías. El hombre de la familia explica cómo construyen las islas, capa sobre capa de totora –cuando llegan al sitio en que quieren quedarse, simplemente echan el ancla–, y cómo cada tanto tienen que ir renovando las capas que se van descomponiendo. Si hay una pelea con el vecino, la solución es sencilla, dice, y muestra un serrucho: “Uno corta la isla en dos y se muda navegando con su mitad”.
Hay mucho más para ver en la zona, como las islas Suasi, Amantaní y Taquile, conocidas por sus ancestrales técnicas de tejido y sus construcciones precolombinas; o las chullpas funerarias de Sillustani, pero nos espera el bus que, en unas 6 horas, nos dejará en Arequipa, la “ciudad blanca”.
Ciudad blanca y cóndores
Arequipa es la segunda ciudad del Perú, y sin dudas una de las más bellas del país, con su impecable centro colonial, blanco por razones de fuerza mayor. Sucede que tras los varios terremotos que fueron derribando la ciudad original, los edificios se reconstruyeron con sillar, una roca volcánica y blanca de la zona.
La blancura de Arequipa reluce bajo los rayos del sol mientras recorremos la ostentosa Plaza de Armas y las coloniales calles céntricas, rumbo al imperdible monasterio de Santa Catalina, una “ciudad dentro de la ciudad”, rodeada por gruesos muros. Este convento supo alojar a monjas de clausura de las más encumbradas familias españolas, y aunque aún viven aquí varias hermanas, hoy se pueden recorrer los laberínticos pasillos y corredores, caminar por las calles a las que dan las celdas en que vivían las religiosas –calles Córdova, Toledo, Burgos–, los claustros, el patio de los naranjos o la plaza Zocodober. Y todo bajo la inmutable silueta del volcán Misti, sereno guardián de la ciudad.
Pero regresamos temprano, porque nos convoca una excursión de dos días al Cañón del Colca, uno de los más profundos del mundo y donde, nos prometen, veremos cóndores en majestuoso vuelo. La combi nos busca temprano a la mañana, y partimos junto a un español, dos belgas y dos estadounidenses, por un camino que serpentea entre altas cumbres –llega a 5.000 metros de altura–. Luego de detenernos a admirar vicuñas y alpacas, y atenuar la altura con un té de coca, en unas 4 horas llegamos al pueblo de Chivay, en el impactante paisaje verde del Valle del Colca, donde las mujeres collagua llaman la atención con unos fantásticos vestidos delicadamente adornados con infinitos colores. Nos espera una tarde tranquila y la visita a las piscinas termales, con aguas a 37 grados entre montañas y valles.
Pero el segundo día salimos temprano rumbo a la Cruz del Cóndor, mientras vemos cómo, a mano derecha, el río Colca va quedando cada vez más abajo, y se va encajonando. En sus 100 km de largo, el Cañón del Colca discurre entre altos volcanes –como el Coropuna, de 6.613 metros– y en su parte más profunda supera los 3.000 metros hasta el lecho del río. En Cruz del Cóndor, distintas explanadas de cemento conectadas con escaleras y senderos asoman al abismo. “Hablen despacio y no hagan ruidos, que creo que hoy es un buen día y tendremos suerte”, nos dice el guía antes de bajar. Y tenía razón: a los 5 minutos aparece el primer cóndor, y de inmediato olvidamos aquellos consejos y gritamos de la emoción.
Entonces la mañana se transforma en una fiesta, y son varios los cóndores que van y vienen entre las montañas, y planean, majestuosos, entre las cumbres nevadas. Cuando pasan rasantes, a pocos metros de nuestras cabezas, alcanzamos a percibir el zumbido del aire entre sus plumas. Inolvidable.
Las líneas misteriosas
Es una noche de bus entre los 2.350 metros de altura de Arequipa y los menos de 600 de Nazca, en medio del desierto de la Pampa de Jumana en el que, en 1939, el científico estadounidense Paul Kosok detectó unas curiosas marcas en la tierra que consideró un sistema de canalización de agua. Sin embargo, se había topado con uno de los más grandes misterios del planeta, aún irresuelto: las enigmáticas líneas de Nazca, una serie de enormes figuras talladas en el desierto que sólo cobran sentido vistas desde la altura. Hipótesis hay varias –canales de riego, ofrendas a los dioses, sitios para rituales–, pero explicaciones certeras, ninguna. Ese enigma –quiénes las hicieron, cuándo, para qué– es el que las vuelve tan atractivas.
Apenas bajamos del bus nos acosan con ofertas: excursiones, sobrevuelos, recorridos, visitas al museo, tours por las líneas y los alrededores, visitas a la reserva de Paracas; todo sin mover un dedo. Prevenidos de que no contratáramos nada en la calle, entramos en la primera agencia que vemos y acordamos un sobrevuelo para dentro de un par de horas. Sólo el día anterior nos habíamos enterado del lado negro de esta aventura: en los últimos años hubo varios accidentes, aunque a comienzos de 2011 un “reordenamiento” de empresas dejó operativas a sólo 4 ó 5 que, se supone, están ahora bien controladas.
Igual no podemos olvidar las dudas mientras subimos a la pequeña avioneta –cinco pasajeros y dos pilotos– que en unos 30 minutos sobrevuela el Astronauta, la Araña, el Colibrí, el Mono y otras figuras gigantes perfectamente dibujadas en la tierra árida. Quienes prefieran no arriesgarse o ahorrar unos cuantos dólares pueden hacer excursiones hasta unas torretas-miradores junto a la ruta Panamericana, desde las que se divisan algunas figuras.
El sabor de Perú
Pero, con la vista llena y los enigmas a flor de piel, nuestro itinerario nos pone de nuevo en un bus que en unas 7 horas nos lleva de regreso a Lima, para un final de viaje como Perú merece: gastronómico. Y en Astrid & Gastón, el famoso restaurante creado por el chef Gastón Acurio en el barrio de Miraflores, que bien puede utilizar para sí aquel viejo eslogan de “caro, pero el mejor”.
Aquí los típicos productos de la cocina peruana adoptan formas y combinaciones inimaginadas, dando como resultado platos como paletilla de cabrito lechal orgánico confitada entera, puré batido de loche, papitas confitadas con sus guisos o lomitos rosados de atún forrados de especias del mundo, espuma de coco y salsa de tamarindo y huacatay.
Saboreando aún semejantes manjares, y a manera de despedida de este mágico Perú “hijo del sol”, elegimos la parte de Lima que más nos gusta, o al menos a mí: ese largo y sinuoso malecón que corre por la cima de los acantilados, de cara al mar y entre la eterna bruma que envuelve siempre la costa limeña. Entonces, casi sin querer, me viene a la cabeza aquel “Bello Durmiente” que Chabuca le dedicaba a su Perú amado: “Y el gris, soberbio manto, de tu costa, que al subir por los cerros, en colores se torna”.
Por Pablo Bizón para Clarín, Junio de 2011.-
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