De Punta Arenas a Ushuaia, tres días de navegación por canales fueguinos para descubrir glaciares y evocar la aventura del gran naturalista inglés en el siglo XIX por esas aguas
Una fría tarde del verano de 1833, un grupo de expedicionarios ingleses acampaba frente a un gran ventisquero en pleno corazón del ahora llamado Canal del Beagle. De repente, un fuerte estruendo rompió el silencio mientras un enorme bloque de hielo se desprendía y caía pesadamente sobre el mar. En segundos, una gigantesca ola empezó a desplazarse a mucha velocidad y comenzó a arrastrar lo que encontraba a su paso. Los expedicionarios apenas si atinaron a correr para resguardarse de la furia del agua dejando atrás provisiones, herramientas y hasta los mismos botes, que comenzaron ser arrastrados sin control mar adentro.
Ante la escena, uno de los expedicionarios, llamado Charles Darwin, se tiró al agua helada y comenzó a nadar hacia una de las embarcaciones. Casi exhausto, logró asirla por una cuerda, subirse y salvarla de una pérdida que hubiese sido catastrófica para las aspiraciones de regresar a un lugar seguro. Ese acto de arrojo tuvo su premio: el jefe de la expedición, Robert Fitz Roy, prometió al valiente que le daría su nombre al pico más alto de la zona. Desde entonces, el macizo blanco que se levanta al lado del glaciar Pía se llama monte Darwin.
Una fría tarde del verano de 1833, un grupo de expedicionarios ingleses acampaba frente a un gran ventisquero en pleno corazón del ahora llamado Canal del Beagle. De repente, un fuerte estruendo rompió el silencio mientras un enorme bloque de hielo se desprendía y caía pesadamente sobre el mar. En segundos, una gigantesca ola empezó a desplazarse a mucha velocidad y comenzó a arrastrar lo que encontraba a su paso. Los expedicionarios apenas si atinaron a correr para resguardarse de la furia del agua dejando atrás provisiones, herramientas y hasta los mismos botes, que comenzaron ser arrastrados sin control mar adentro.
Ante la escena, uno de los expedicionarios, llamado Charles Darwin, se tiró al agua helada y comenzó a nadar hacia una de las embarcaciones. Casi exhausto, logró asirla por una cuerda, subirse y salvarla de una pérdida que hubiese sido catastrófica para las aspiraciones de regresar a un lugar seguro. Ese acto de arrojo tuvo su premio: el jefe de la expedición, Robert Fitz Roy, prometió al valiente que le daría su nombre al pico más alto de la zona. Desde entonces, el macizo blanco que se levanta al lado del glaciar Pía se llama monte Darwin.
Es un frío anochecer de octubre de 2009 y estamos a bordo de este crucero chileno que hace la ruta Punta Arenas-Ushuaia. Mientras la tripulación nos recibe en uno de los salones, aparece el capitán Oscar Sheward y toma la palabra: "Queremos darles la bienvenida y los invitamos a que nos acompañen a seguir los pasos de Darwin, Fitz Roy y la tripulación del Beagle por la zona. ¡Que lo disfruten!", dice y da la orden de partida. La nave comienza a moverse lentamente y se adentra en el Estrecho de Magallanes, desandando las primeras millas de la travesía que durante tres días nos llevará a recorrer los fiordos chilenos y a reconstruir parte de la ruta que entre 1831 y 1836, realizó el naturalista inglés.
La excusa: este año se conmemoran dos fechas muy importantes en el calendario darwiniano (ver aparte) y qué mejor que celebrarlas siguiendo los pasos del científico que con su teoría revolucionó la ciencia moderna. Por eso, todo a bordo esta vez está relacionado con Darwin: desde las charlas hasta las excursiones, los libros de la biblioteca y los audiovisuales y películas que se exhiben.
Contacto directo
La primera noche a bordo transcurre plácidamente y para la mañana el Vía Australis está en las proximidades de la Bahía Ainsworth. Mientras los pasajeros se arman de mucho abrigo y con los obligatorios chalecos salvavidas, la tripulación prepara el descenso a tierra para contemplar de cerca el glaciar Marinelli, recorrer parte del bosque fueguino y tener un contacto directo con una pequeña colonia de elefantes marinos que se encuentran en la playa.
"Más que las islas Galápagos, fue en Tierra del Fuego donde Darwin comenzó a idear su teoría y a tomar conciencia de que las historias que había escuchado sobre la evolución no eran tan disparatadas. Lo comprobó no sólo con las especies animales, sino que también comenzó a prestar atención a la geología y al comportamiento de los glaciares." Quien habla es Gerardo Bartolomé, ingeniero e investigador histórico y autor del libro La traición de Darwin. Pero no sólo eso, ya que Bartolomé es un apasionado de la vida de Darwin y quien se encargará de ir contando historias y anécdotas sobre el trajinar del científico inglés por aquí.
Más contacto con la naturaleza propone, por la tarde, el recorrido por las islas Tucker y el canal Gabriel, donde las colonias de aves marinas y de pingüinos magallánicos abundan.
El amanecer de la segunda jornada depara una vista impresionante del brazo noroeste del canal de Beagle y, luego, del canal Ballenero, un estrecho pasaje que representa la costa sur de la isla grande de Tierra del Fuego. Esta zona fue recorrida decenas de veces por los expedicionarios del Beagle, claro que en pequeños botes de remo, ya que la navegación a vela es muy complicada en el lugar. De pronto, en medio de ese abrumador paisaje de picos nevados, aparece imponente el glaciar Pía. La propuesta es desembarcar en sus proximidades y contemplar la enorme masa de hielo que desciende hasta el mar, a pocos metros. A su turno, los pasajeros van llegando a la costa, mientras los guías ofrecen datos para poder apreciar ese helado monumento natural. "Por los colores podemos darnos cuenta de su antigüedad: cuánto más oscuro, más viejo", explica Alvaro mientras el estruendo que produce el desprendimiento de un gran bloque de hielo tapa cualquier comentario. No hacen falta; la belleza del paisaje habla por sí sola, invita al silencio.
Tras el brindis de rigor con buen whisky más hielo del glaciar, es hora de regresar a bordo. Como si la excursión no fuera suficiente, el viaje del Vía Australis continúa y se introduce en esa parte del canal de Beagle denominada Avenida de los Glaciares. Ahí, uno a uno van apareciendo los majestuosos ventisqueros España, Romanche, Roncagli, Alemania, Francia, Italia y Holanda, bautizados así por el sacerdote salesiano Alberto de Agostini, uno de los primeros en hacer un relevamiento.
La última jornada amanece movida. El viento, que en este extremo del mundo sopla sin piedad, apareció en la madrugada y fue subiendo en intensidad hasta dejar un oleaje alto e intenso. Y al llegar frente al mítico Cabo de Hornos, con su geografía desolada, todo parece empeorar. "La verdad es que el desembarco está complicado -comenta al pasar el capitán-. Igual vamos a esperar hasta último momento y haremos todo lo posible para que puedan llegar a tierra", agrega para insuflar un poco de esperanza a la decepción que ronda entre los pasajeros.
Cuando la desilusión parece instalarse, una media hora más tarde el viento parece apiadarse de los viajeros llegados de 16 naciones y decide amainar. Y los ánimos cambian tan rápidamente como el tiempo en esta parte del mundo. De inmediato, un grupo de tripulantes se dirige a tierra para preparar el desembarco, que se producirá poco menos de 20 minutos después.
Ya en tierra el paisaje conmueve. El largo camino que lleva al promontorio en el que se erige la famosa escultura del albatros y que representa la unión de los dos océanos permite tener noción del porqué de la temible fama de este lugar: la escarpada costa es azotada permanentemente por un mar que parece no tener paz nunca, mientras el viento sacude todo lo que encuentra a su paso. No extraña que en la zona se produjeron más de 800 naufragios en todas las épocas y que cuando Darwin, Fitz Roy y compañía anduvieron por aquí, con sus naves, había que ser realmente muy valiente para animarse a surcar estas aguas. De hecho, Fitz Roy pudo bajar sólo una vez y Darwin nunca, ya que cuando estaban a punto de hacerlo se desató un violento temporal que los obligó a refugiarse en las islas Hermite, donde permanecieron varados 21 días sin poder salir. Para el naturalista, no haber tocado tierra en la mítica isla fue siempre una frustración.
Para despedirnos, el Cabo nos tenía reservado algo de su repertorio: en minutos, y como de la nada, el cielo se cierra y descarga un violento temporal con vientos de más de 110 kilómetros y fuertes neviscas que nos obligan a abandonar tierra de manera apresurada antes de que la partida del barco se vuelva impracticable.
Ya a bordo, con chocolate caliente entre las manos, las caras de satisfacción son evidentes y poco importa si el Vía Australis ahora navega permanentemente escorado a estribor o si el golpe de la nevisca lastimó algún rostro. Haber podido desembarcar en el Cabo de Hornos representa, para casi todos, la culminación del viaje, quizá por todo lo que ese confín de tierra antes de la nada representa.
Luego de algunas horas de navegación agitada producto del temporal, el Vía Australis se interna en tranquila bahía Wulaia, escala previa antes de su arribo a Ushuaia. "Wulaia es el lugar Darwin por excelencia -comenta Bartolomé-, y tiene una importancia trascendental en el pensamiento darwiniano, ya que aquí entendió que el hombre es un animal que evolucionó a lo largo del tiempo. La clave fue conocer a los tres indios canoeros que Fitz Roy había llevado a Londres para educarlos luego de su primera expedición para formar con ellos una colonia civilizadora. Darwin comparó la vida de las tribus de canoeros con los tres indios civilizados y comprendió cuán grande era el impacto de la educación en el hombre. De ahí pensó que, sin educación, el hombre no era muy distinto de los demás animales. Uno de estos tres indios Jemmy Button le contó a Darwin que las tribus peleaban unas con otras por los medios de supervivencia cosa que Darwin, en su teoría de la evolución, supuso que pasaba entre todas las especies animales."
El trekking hasta la cima de la colina que corona Wulaia exige unos 45 minutos por un terreno que no está demasiado apto producto de las últimas nevadas y que produce más de un resbalón a varios de los expedicionarios. Sin embargo, llegar a la cima vale la pena: la vista es simplemente maravillosa. Ahí arriba, Manuela, una de las tripulantes, pide hacer un minuto de silencio no sólo para grabar en la memoria el momento y el lugar, sino para agradecer por haber tenido una travesía sin mayores contratiempos.
La tarde va cayendo en mil y un colores y el Vía Australis navega cómodamente y a velocidad crucero hacia el mar de luces que aparece en el horizonte. Después de tres días casi sin contacto humano, Ushuaia aparece adelante rodeada de montañas completamente blancas producto de las últimas nevadas. A bordo, es tiempo de despedidas.
Por Diego Cúneo
Enviado especial por La Nacion, fotos: Soledad Aznares. Nota publicada el Domingo 25 de Octubre de 2009.
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