jueves, 21 de octubre de 2010

Patagonia Austral... la Ruta de Darwin

Crónica de un viaje por las gélidas aguas del fin del mundo, siguiendo las huellas del naturalista inglés Charles Darwin. Desde Ushuaia hacia la Patagonia chilena a bordo de un crucero de expedición que atraviesa el canal de Beagle, el estrecho de Magallanes y el mítico cabo de Hornos, entre glaciares y fiordos.






Ushuaia luce espléndida desde la cubierta, aun con el manto de niebla que cubre la ciudad. La brisa del fin del mundo acompaña el vuelo de las gaviotas que revolotean alrededor de la embarcación, hasta que el estruendo del claxon rompe el silencio reinante y anuncia la partida. Nos internamos en el canal de Beagle, rumbo sur, hacia el mítico cabo de Hornos.

Es hora de las presentaciones de rigor: el capitán y la tripulación del Vía Australis –uno de los cruceros de expedición que realiza la travesía desde Ushuaia a Punta Arenas, en Chile– nos dan la bienvenida a bordo. Son alrededor de las nueve y media de la noche ¿o de la tarde? y por las ventanillas del salón comedor entra una luz que desorienta. Es que por estas latitudes el atardecer se hace rogar. En la hoja de ruta está marcada la hora exacta de la puesta del sol para las 21.55, y del amanecer para las 04.53.

La noche es movidita, y durante ese breve lapso de oscuridad despertamos de un sobresalto: la embarcación se sacude violentamente. Entramos en mar abierto camino al primer destino en este itinerario de tres noches. El cabo de Hornos es el punto más austral del mundo antes de la Antártida, y le ha quitado el sueño a más de un explorador, comenzando por Charles Darwin, el naturalista inglés que hace 150 años cambió el rumbo de la ciencia con sus ideas acerca de la evolución de las especies.

Darwin recorrió estos pagos australes entre 1833 y 1834, a bordo de la fragata HMS Beagle, capitaneada por el experto Robert Fitz Roy, y es aquí donde comenzó a desarrollar sus revolucionarias teorías mediante la observación de especies para él exóticas de la Patagonia. Hoy en día, el mismo derrotero del naturalista y otros intrépidos exploradores y corsarios de antaño se puede realizar a bordo de navíos seguros y confortables, a años luz de los que navegaron Fernando de Magallanes, William Drake o el propio Darwin, quienes arriesgaban todo contra viento y marea en aquellos viajes por la geografía indómita de una Patagonia virgen.




En el fiordo Alacalufe, se abordan los zodiacs para llegar al pie del glaciar Nena.
EL CABO MAS TEMIDO “Su atención por favor, estimados pasajeros: nos estamos aproximando al cabo de Hornos. Si las condiciones climáticas lo permiten, el desembarco será a las siete. El desayuno para madrugadores está servido en el salón Yámana”, anuncia la voz de una tripulante por los altoparlantes.

Son las seis, hay que levantarse, vestirse con un montón de ropa abrigadísima, sumarle el chaleco salvavidas, y aguardar hasta que el capitán decida si es posible o no desembarcar en el cabo. Darwin lo intentó y no pudo; el clima le jugó una mala pasada y su sueño de poner un pie allí quedó trunco. Así plasmó su profundo desencanto en el diario de viaje: “Parece que el cabo de Hornos exige que le paguemos tributo, y antes de cerrar la noche nos envía una espantosa tempestad” y al aproximarnos de nuevo a tierra al día siguiente, percibimos este famoso promontorio, envuelto en brumas y rodeado de un verdadero huracán de viento y agua. Inmensas nubes oscurecen el cielo, las sacudidas del viento y granizo nos asedian con tan ruda violencia que el capitán decide guarecerse en el abra Wigwam, un excelente puertecillo situado a poca distancia, y allí echamos el ancla precisamente el día de Nochebuena”.

En la cubierta, el viento helado contribuye al difícil despertar. Está nublado, y los guías de expedición se alejan en los botes zodiac hacia la escarpada costa para determinar si pisaremos la leyenda o no. Vuelven con buenas noticias: vamos a desembarcar.

Bajar no es nada fácil; el agua está a cuatro grados y caerse no es recomendable. El hombre que hace las veces de barman a bordo aguarda enfundado en un traje de neoprene y sumergido hasta el cuello para sostener los botes. El oleaje es fuerte y el descenso requiere una técnica repetida una y otra vez por los guías, que ayudan a sostener a cada pasajero.

Luego hay que subir una escalera de 160 peldaños que parece sin fin. Pero qué importa, ya estamos en cabo firme. Este lugar fue descubierto en 1616 por una expedición holandesa organizada por Isaac Le Maire, y declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco en junio de 2005. Es un punto estratégico donde las aguas del Atlántico y el Pacífico se chocan y se funden, formando enormes olas que en tiempos remotos hicieron naufragar, sin dejar rastro alguno, a varios navegantes que se aventuraban en estos mares.

El viento sacude con violencia y se hace extremadamente difícil andar. Comienza a granizar y hay que caminar de espaldas para que las piedras no lastimen el rostro. Recorremos una larga pasarela de madera rumbo al monumento al cabo de Hornos, la escultura de hierro de un albatros –ave insignia de los hombres de mar– inaugurada en el año 1992 por iniciativa de la sección chilena de la cofradía de los “Cap Horniers” (la asociación que reúne a los capitanes que al mando de un barco hayan cruzado el meridiano del cabo de Hornos). Las ráfagas, de más de 30 nudos (70 kilómetros por hora), apenas permiten sacar las cámaras y arriesgar una instantánea bajo la célebre obra de arte.

En punta Espolón, al otro lado de la isla, se encuentra el faro más austral del planeta. Allí, en medio de la desolación reinante, vive una familia chilena –con televisión e Internet satelital– que tiene a su cargo tareas de control de tráfico, una oficina postal y la venta de souvenirs.


El crucero Vía Australis navega por las heladas aguas del extremo sur.
EL NATURALISTA Y LOS ABORIGENES Por la tarde, luego de una interesante charla acerca de Darwin en Patagonia, en la que el guía Rodrigo Fuentes repasa exhaustivamente la actividad del científico en el mismo sitio donde navegamos, desembarcamos en bahía Wulaia. Es un hermoso sitio, rodeado de leyendas sobre el que fue uno de los más grandes asentamientos de pueblos originarios de la región, el mismo en donde el naturalista inglés tuvo contacto con los yámanas por primera vez. Nómades y canoeros, las tribus subsistían gracias a la pesca y la caza de lobos marinos, mientras sus mujeres se arrojaban a las gélidas aguas completamente desnudas a bucear en busca de moluscos. Se embadurnaban el cuerpo con grasa y aceite de lobo o ballenas para protegerse del frío, aunque también se cubrían con pieles de animales.

Durante su viaje anterior, Fitz Roy había llevado cuatro nativos a Inglaterra en un intento por “civilizarlos”. Les dieron los nombres de York Minster, Fuegia Basket, Jemmy Button y Boat Memory. El “objetivo”, en parte, fue logrado mientras vivieron en suelo inglés. Aprendieron el idioma, fueron evangelizados, se vistieron a la usanza local y llegaron a tomar el té con los reyes. Pero de vuelta en Tierra del Fuego recuperaron sus viejas costumbres, como la de andar desnudos, y desaparecieron entre los suyos sin dejar rastro alguno.

La primera impresión que tuvo Darwin al observarlos de regreso en su hábitat fue de espanto, al punto que les dedicó una brutal descripción en su bitácora: “En verdad que nunca había visto criaturas más abyectas y miserables. En la costa oriental llevan capas de guanaco, y en la occidental se cubren con pieles de foca... Estos desgraciados salvajes tienen el cuerpo achaparrado, el rostro deforme, cubierto de pintura blanca, la piel sucia y grasienta, los cabellos enmarañados, la voz discordante y los gestos violentos. Cuando se los ve cuesta trabajo creer que son seres humanos, habitantes del mismo mundo que nosotros”. Tiempo después, sin embargo, el científico se retractaría.

El clima cambia repentinamente por estas latitudes, y la tarde se presenta un tanto más soleada y agradable que la hostil mañana. El desembarco en la bahía es más simple que en el cabo. Una vieja casona, que fue el hogar de una familia granjera hasta principios de siglo XX, es hoy un centro de interpretación.

Hay dos alternativas para recorrer este paraje donde reina el bosque magallánico, poblado de lengas, coihues, canelos y helechos, y sobrevolado por una gran cantidad de albatros, cormoranes y gaviotas: aventurarse en un trekking hasta lo más alto, donde se obtiene una hermosa panorámica y se puede llegar a observar una pareja de castores en su castorera, o disfrutar de una caminata más suave por la costa. Como broche final de la visita, un whisky con verdadero hielo glaciar bajo un bondadoso sol austral.

El monumento al cabo de Hornos, donde las aguas del Atlántico y el Pacífico se chocan.
RUMBO A LOS GLACIARES Navegando nuevamente por el estrecho canal de Beagle, donde el oleaje es mucho menor, la segunda noche se presenta más serena y el sueño más fácil de conciliar. No es necesario madrugar, ya que solo desembarcaremos por la tarde, pero la actividad a bordo no cesa: una charla sobre el estrecho de Magallanes, una clase de nudos marineros y una introducción al vino chileno por parte del maître amenizan la mañana.

Pasado el mediodía, el Vía Australis se interna en el Seno Chico, que lleva hacia el punto de un nuevo desembarco, la entrada del fiordo Alacalufe. Abordamos los zodiacs para llegar al pie de los imponentes glaciares Piloto y Nena. El agua está llena de bloques de hielo a la deriva y Rodrigo, el guía, se esfuerza en recogerlos para abastecer el bar.

A medida que nos adentramos en el fiordo, varios cormoranes que anidan en sus paredones de piedra revolotean alrededor. Llevan comida para sus pichones, que están aprendiendo a volar. Los botes se estacionan a pocos metros de los imponentes y milenarios glaciares, probablemente destinados a desaparecer a causa del calentamiento global, aunque algunos científicos sostienen que su lenta extinción es parte de un ciclo natural.

Cada tanto suceden pequeños desprendimientos. Los guías piden calma para poder escuchar, justamente, los sonidos del silencio, tan abrumador como la impresión que causa estar en este rincón de fría belleza. Un rato después, volvemos a bordo. Por la noche somos agasajados con una suculenta cena de despedida, con centolla, congrio y otras delicias marinas. Más tarde habrá un brindis y el tradicional remate de la carta de navegación original.

La isla Magdalena, hogar de una colonia de unos 85.000 pingüinos de Magallanes.
LA ISLA DE LOS PINGÜINOS El Vía Australis surca el estrecho de Magallanes rumbo a Punta Arenas, destino final de esta travesía. Según indica el itinerario, el sol despuntará en el horizonte a las 4.53. Este cronista se ve en la obligación de presenciar al menos un amanecer en el fin del mundo y está de pie en la cubierta a las 4.30 de la mañana, tiritando de frío. El esfuerzo vale la pena, un sol amarillo furioso surge en el horizonte austral.

A las 6.00, la voz del oficial de turno invita gentilmente a un café y a asistir a las instrucciones pertinentes para el descenso. El último sitio por visitar es la isla Magdalena, hogar de una colonia de unos 85.000 pingüinos de Magallanes, además de gran cantidad de cormoranes, caiquenes, skúas, gaviotas, carancas, palomas antárticas y bandurrias.

La isla está protegida por la Corporación Nacional Forestal, encargada de velar por la vida animal y silvestre en territorio chileno. El cielo está limpio, de un celeste intenso, y desde el crucero se divisa el faro rojo y blanco donde funciona un centro de interpretación ambiental, rodeado de miles de pingüinos que se ven como pequeños puntitos negros.

Otra vez abordar los zodiacs, vientito en la cara, el agua helada que salpica cada tanto. En un breve lapso estamos con los pies en tierra firme, cara a cara con estas entrañables aves que visten de frac. Nos explican que pueden estresarse si hay demasiada cercanía, pero no parecen muy preocupados por la presencia humana mientras caminamos entre ellos dentro de su territorio. Algunos juguetean entre sí, parecen cortejarse; otros se refugian en sus nidos y cuidan celosamente de sus crías y huevos del acecho de las temibles skúas, atentas a cualquier descuido. Y otros tantos caminan con su modo tan particular y simpático, bamboleándose a un lado y otro.

Los guías comienzan a llamar: es hora de volver a la embarcación, Punta Arenas está cerca y hay horario marcado para llegar. Desde el barco avistamos los coloridos techos de la ciudad continental más austral del globo. La travesía por los intrincados canales patagónicos y sus paisajes de ensueño llega a su fin, dejando atrás la senda marítima que hace 150 años sirvió de inspiración a Darwin para una de las teorías científicas más revolucionarias de la historia
Por Guido Piotrkowski para Página 12, octubre de 2010

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