El pueblo de Tolar Grande está casi escondido en uno de los rincones más áridos –llueven 100 mm. por año–, más deshabitados –0,3 hab/km2– y más aislados de la Argentina. Se llega en un viaje de 9 horas desde la capital salteña, pasando de los verdes paisajes del valle de Lerma a la sequedad más extrema y la ausencia casi total de vida animal y vegetal. Pero esos inhóspitos paisajes tienen como contraste un colorido como quizás no haya otro en el país, un exotismo de formaciones geológicas dignas de otro planeta, y una riqueza cultural autóctona muy singular. Por eso esta travesía andina es un gran viaje en el sentido clásico del término, donde uno sale al encuentro de panoramas desconocidos y de personas con un modo de vida y creencias que tienen muy poco en común con nuestra cotidianidad.
En la localidad de Santa Rosa de Tastil superamos los 3000 metros y la altura comienza a latirnos en las sienes. Más adelante una tropilla de llamitas gráciles le otorga movimiento al paisaje de pastos ralos. Y de repente descubrimos en la parte baja de un valle al pueblo de San Antonio de los Cobres, rodeado de cumbres que sobrepasan los 5500 metros.
A partir de San Antonio de los Cobres entramos en la Puna, esa dura superficie plana que no se quebró al surgir los Andes y se elevó junto con ellos hasta los 3500 metros, conformando una árida altiplanicie con suaves ondulaciones.
La Ruta 51 sube hasta el abra del Alto Chorrillo, el punto más alto del viaje: 4560 metros. Ya en San Antonio la vegetación había desaparecido casi por completo, salvo por unos fragmentos amarillos de pasto puna. Pero al llegar al abra ya no queda rastro alguno de vida sobre la tierra. El chofer detiene el vehículo y descendemos a un lugar azotado por el viento para dejar una piedra en la apacheta al costado del camino, un rito kolla que garantiza un viaje seguro a los que atraviesan los Andes.
A partir de allí comenzamos a descender hasta el pueblo de Olacapato –4120 m.s.n.m.– cuyos 100 habitantes viven en casas de adobe que brotaron de la tierra alrededor de una estación de tren ya abandonada. Cuando quisimos ir al baño del único barcito del pueblo lo encontramos clausurado porque, a pesar de ser un mediodía a pleno sol, las cañerías estaban aún congeladas por la helada de la noche anterior.
Luego pasamos por el Salar de Pocitos –una planicie perfecta totalmente blanca– y la Recta de la Paciencia que atraviesa la nada. En el laberinto geológico de Los Colorados, el camino caracolea a lo largo de 20 kilómetros entre unos cerritos rojos de punta redondeada. Luego el paisaje se abre en una nueva planicie, en este caso totalmente roja: el Desierto del Diablo –no hay que olvidar que estamos en una extensión del Desierto de Atacama–, una de las cumbres de este viaje con ribetes interplanetarios, donde pareciera que el mundo que nos rodea es un planeta rojo sin indicios de vida.
La planicie del Desierto del Diablo está rodeada por cerros sedimentarios del precámbrico también rojizos, que le otorgan un aura surrealista a este paisaje bautizado así por los habitantes de Tolar Grande porque muchos aseguran haber visto allí sombras en la noche. Y ya en la década del ’40 muchos mineros vieron siluetas oscuras sentadas en una piedra llamada La Mesa. Al dejar atrás el valle rojizo pasamos sin transición a otra dimensión extrema, en este caso de una blancura absoluta que irradia del Salar del Diablo.
La última parada antes de Tolar Grande es en el Mirador del Llullaillaco, ese volcán de 6739 metros donde se encontraron tres famosas momias incas, unas vírgenes ofrendadas al sol que se pueden ver en el Museo Arqueológico de Alta Montaña (MAM) en la ciudad de Salta.
Los habitantes de Tolar Grande son empleados del municipio, aunque ahora la economía se está reconvirtiendo hacia el turismo. Todo comenzó en 2005, cuando tocó la puerta de la municipalidad José Piu –recién recibido de licenciado en Turismo– quien le propuso al intendente llevar a cabo el plan de desarrollo turístico de su tesis de graduación. En aquel momento estaba también la alternativa minera, pero el consejo kolla se reunió con su cacique al frente, debatieron y se votó. El resultado fue “no a la minería” y se autoproclamaron “municipio turístico de aventura y comunidad kolla”.
Según nos explicó José Piu –ahora director de Turismo–, “el turismo es un complemento económico para los habitantes del pueblo, que al tener subsidiados los servicios viven sin carencias, pero de todas formas aspiran a superarse... algunos son guías, otros tienen un restaurante, reciben gente en su casa o trabajan en el refugio. A lo que apuntamos es a un turismo responsable que respete el ambiente y los modos de vida y creencias de los pobladores”.
Por decisión comunal se votó que las fiestas del pueblo que estarían abiertas al turismo serían la de la Pachamama y el ascenso ceremonial a la montaña sagrada Macón –para no más de 60 visitantes–, mientras que la fiesta patronal y el Carnaval son cerrados. Así que si alguien llama para estas dos fiestas a reservar alojamiento se le suele decir que no hay lugar. Según José Piu, la idea es que no venga gente con la postura de “ay qué lástima los collitas, mirá dónde les toca vivir..”. sino que por el contrario vean que aquí vive gente igual que ellos –con otra cultura– orgullosa de su modo de vida. En la casa de Flavio Quipildor y María Casimiro –donde nos alojamos– María me comentó mientras miraba un noticiero de Buenos Aires por DirecTV que ellos le piden mucho a la Pachamama “por ustedes los porteños, por lo mal que viven allá y por la inseguridad”.
La excursión más asombrosa que se hace desde Tolar Grande es la que llega al Cono de Arita, una pirámide casi perfecta que se levanta inexplicablemente en medio de la planicie de un salar. En el camino hacia el cono –86 km desde Tolar Grande– se atraviesa el Salar de Arizaro, cuyos 5500 km2 lo convierten en el tercero más grande del continente. A comienzos del siglo XX se creía que una pirámide tan perfecta sólo podría haber sido construida por el hombre. Pero se trata de un pequeño volcán al que le faltó fuerza para estallar y por eso nunca tuvo cráter ni echó lava. Todo a su alrededor es sal negra sacada a la superficie por antiguas corrientes subterráneas de magma. De acuerdo con los restos arqueológicos encontrados en el cono, el lugar fue un centro ceremonial anterior a la llegada de los incas.
El impresionante Desierto del Diablo, un mundo rojo de extrañas formaciones.
A la Madre Tierra se le hacen ofrendas, que pueden ser comidas y bebidas o la simple colocación de una piedra en una apacheta. También se cree mucho en los duendes, a los que se considera “almitas en pena” de niños que murieron sin bautizar, un miedo promovido por la iglesia en el pasado. Cuentan que los duendes son almas que no pueden descansar en paz y andan buscando un padrino que los bautice. Como son niños hacen travesuras y se llevan a otros niños a jugar. También suelen aparecérsele en la noche a los conductores en el asiento de atrás –los ven por el espejito– y tiran objetos para asustar a la gente o corren cosas de lugar. El más conocido de ellos habita en la escuela, que está al lado de la comisaría. Y dicen en el pueblo que más de una vez se ha caído alguna silla en la noche, y las maestras que duermen allí, al sentir ruido, llamaron a los únicos dos policías de la comisaría, quienes se negaron a ir justamente por el miedo que le tienen al duende. Flavio Quipildor –nuestro anfitrión– nos contó que una vez estaba hachando en la montaña y se le apareció uno. “Directamente me preguntó si podía ser su padrino, y yo le dije que sí; entonces salió corriendo y se escondió detrás de un arbusto de tola tola. Cuando me acerqué a ver, sólo encontré cenizas y unos huesitos.”
Por Julián Varsavsky para Página 12, octubre 2010.
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