El turista que haya decidido visitar Tokio y cuente esta extraordinaria decisión a sus amigos, seguramente recibirá el siguiente comentario, en un tono enfático, incluso coercitivo: “Ah, ¿pero ya viste la película Perdidos en Tokio? ¡Tenés que verla!” La película de Sofia Coppola, titulada originalmente Lost in translation, por alguna absurda razón le ha hecho creer a muchos argentinos que puede presentarse como una guía firme para conocer la capital del Japón. Este artículo se propone, modestamente, echar por tierra la pertinencia de semejante consejo.
La película de Coppola muestra una ciudad casi siempre alienada: por el ruido, por el tránsito y el ajetreo de la gente, que va o vuelve del trabajo; por el modo de comer; hasta por la forma un tanto ridícula con que se retrata uno de los entretenimientos favoritos de los japoneses: el karaoke. Además, muestra a los habitantes de Tokio como personas carentes de empatía, toscas y de una ingenuidad que roza la estupidez. No hay nada más alejado de la realidad.
Hay pocas ciudades más amables que Tokio con sus turistas: gran despliegue de mapas y horarios de vuelos y trenes; trato amigable en hoteles, hostels y oficinas de ventas de pasajes; acceso facilitado al transporte público; variedad gastronómica; visitas guiadas. En las zonas turísticas de Tokio –que es como decir en casi toda la ciudad–, allí donde los carteles e indicaciones bilingües no fueran suficientes, es posible hacerse entender (en inglés) a alguna persona que responderá con suprema gentileza las dudas del recién llegado.
Todas las estaciones de metro y de trenes tienen personal dispuesto a ayudar al despistado, pero incluso cualquier consulta en la calle encuentra una respuesta generosa. Las personas que encontré en Tokio no son ingenuas (sí tímidas; hasta abochornadas, cuando sienten que no pueden responder una pregunta), y mucho menos, toscas. La cultura cosmopolita se respira en las calles, se ve agigantada en sus modernas universidades y se hace evidente, incluso, en sus milongas. En Tokio adoran el tango: por eso, entre tanda y tanda, se puede llegar a escuchar a dos japoneses dialogando sobre la poética de Homero Manzi o sobre si la musicalidad de un Di Sarli es superior o inferior a la de un Caló.
Lo fundamental es saber que es casi imposible que uno esté realmente perdido en Tokio. Una vez que no existe ya el miedo a lo desconocido, se está listo para disfrutar de una ciudad preciosa, heredera de una cultura exquisita, orgullosa de poder mostrar su belleza. Conocer a fondo el Japón es tarea para la que no alcanza una vida, pero unos días en Tokio son un estímulo fabuloso. ¿Por dónde empezar? Difícil decidirlo: Tokio alberga tanto la vanguardia de la electrónica y de la arquitectura funcional como el elemento religioso tradicional. Despliega una enorme cantidad de museos, que satisfacen al turista más exigente, y la sensibilidad para capturar el consumo adolescente o sus manifestaciones más vistosas de rebeldía organizada. Veamos un plan para cuatro jornadas intensas.
La era del entretenimiento
El distrito Akihabara, en el Centro de Tokio, ofrece dos atracciones igualmente típicas: la manía electrónica y el fanatismo del manga, la historieta japonesa, desarrollada en las últimas décadas –con gran popularidad– que se basa en dibujos pornográficos para adultos. La zona conocida como “electric city”, formada por gigantescos edificios que venden artículos electrónicos de todo tipo, implementos de video y fotografía, computadoras, telefonía, etc., llegó a invadir la estación de metro Akihabara. Antes de salir a la superficie, uno se ve en medio de vendedores que insisten con una garra comercial inaudita. De todas maneras, vale la pena asomarse más allá y recorrer un poco las calles de la ciudad electrónica, pobladas de jovencísimas vendedoras, disfrazadas de colegialas o enfermeras, que vociferan sus mercancías y empujan al potencial cliente al interior de estos emporios del entretenimiento.
Los precios no son ideales (se sabe que es más barato Singapur o Taiwán), y si lo que uno quiere ver es la vanguardia electrotécnica conviene acercarse, no muy lejos, siempre en el distrito céntrico de Tokio, al Edificio Sony, que vende y exhibe las últimas joyas de su creación, aun las que todavía no se distribuyeron en el mercado. Pero la concentrada variedad y la excursión antropológica de electric city tienen su encanto. Por otra parte, viendo la competencia que, en materia electrónica, propone Tokio, Akihabara sumó a su oferta el mercado de manga y juegos vinculados a los dibujos japoneses.
Los coleccionistas pasarán, necesariamente, por alguno de los locales de la cadena Mandrake (hay uno gigante en el Edificio Shibuya Beam, en el barrio de Shibuya), donde se pueden comprar desde miniaturas de cualquier personaje de animé hasta una Heidi aggiornada y Godzillas de dos metros.
Si aún quedan ganas y fuerza para caminar, hacia el noroeste, luego de la ciudad electrónica, se encontrará la ciudad del equipamiento deportivo y, tras éste, la bellísima ciudad de las librerías, donde más de un viajero lamentará no poder leer en japonés. En dirección al sur, yendo en línea recta, se topará con el Museo de la Ciencia, y detrás, el inmenso predio de los jardines imperiales, que se encuentran momentáneamente cerrados al público.
Rincones de arte y budismo
La siguiente propuesta es dirigirse un poquito más al norte, hasta el barrio de Ueno, al que se accede a través de la línea Yamanote de trenes metropolitanos JR (los dos medios más frecuentes y felizmente interconectados de Tokio son el metro y las líneas JR, que recorren, con puntualidad mayúscula, cada rincón de la ciudad). Ueno posee un estupendo parque que alberga los principales museos de Tokio y dos bellos templos budistas: Benten-do, dedicado a la diosa de la sabiduría, las artes y el mar, y Kiyumizu Kannon-do, de rojo impactante, dedicado a la diosa de los mil brazos. Ambos se encuentran al borde del estanque Shinobazu-ike, donde se puede pasear en bote.
Será necesario un descanso para los pies, antes de iniciar el camino hacia los fascinantes museos: el Metropolitano de Arte de Tokio y el impactante Museo Nacional, que propone un repaso de lo mejor del arte japonés, incluyendo desde una historia visual de la caligrafía hasta la colección de trajes del teatro kabuki (una maravilla de tejidos que brillan desde hace cientos de años), pasando por una galería para escuchar y ver los instrumentos tradicionales, o la pintura y la escultura contemporáneas. El gift shop, atendido con esmero y calidez, tiene una colección de piezas artísticas únicas, piedras preciosas y una librería para pasarse una tarde entera (en este caso, tienen ejemplares en otros idiomas, sobre todo en inglés).
En el mismo predio del Ueno-kôen se encuentra el zoo: si uno no se perdió antes entre los espectáculos “callejeros” (música andina, hip hop, canto tradicional), puede divertirse viendo al oso panda y otras rarezas de la fauna oriental. Es altamente recomendable, no obstante, reservarse algunos cuantos minutos de resistencia física para caminar, ya fuera del parque Ueno, bordeando la estación de JR, por la galería comercial Ameyoko, un mercado al aire libre (que fue mercado negro durante la Segunda Guerra) donde se pueden comprar desde pescado y mariscos hasta cremas faciales de Lancôme, desde relojes Casio –incluso los modelos retro de fines de los 70, que están de última moda– hasta camisetas de fútbol, hierbas y especias orientales, objetos de diseño para el living y discos de vinilo de Abba. Los precios varían: hay pichinchas increíbles y cosas carísimas.
Vida religiosa, estilo oriental
La profunda y singular religiosidad del pueblo japonés no tiene en Tokio sus espacios más esplendorosos. Claramente los interesados en el aspecto religioso del país se dirigirán con premura a la bella Kioto (ver recuadro), que conserva una atmósfera mucho más tradicional, y muchos templos rodeados de verde y azul.
Los populares templos de Tokio, por su parte, han quedado como apretados por los límites cada vez más ceñidos de la urbe, que acecha desde todos los ángulos. El magnífico Sensô-Ji, templo de la comunidad de Tokio, se encuentra en el barrio de Asakusa (se pronuncia Asak’sa), al que se accede por la línea Ginza de metro. Al salir del metro por la salida 1, basta caminar unos pocos metros hacia el oeste y se topa uno con Nakamise-dôri, la peatonal cubierta de puestos típicos que lleva a Sensô-Ji, cuyas puertas están flanqueadas por las gigantescas estatuas de Fûjin, dios del viento, y Raijin, dios del trueno.
Sensô-Ji está todo el día lleno de algunos lugareños que rinden culto a sus divinidades (en este barrio se concentra la población más antigua de Tokio) pero, sobre todo, de turistas. El atardecer es uno de los momentos más apacibles para acercarse, porque la muchedumbre comienza a ceder, y se encienden las luces del templo y de la pagoda de cinco plantas que se encuentra a su izquierda, lo que da una sensación atemporal muy placentera.
Es preciso haber recorrido antes Nakamise-dôri, la calle donde se ubican los artesanos, en la que se pueden conseguir todo tipo de objetos tradicionales: desde ricos bocaditos típicos hasta las clásicas geta (sandalias de madera) o kimonos para hombres y mujeres, grandes y chicos. Es de mal gusto ir gritando, como se suele escuchar, delante de los puestos: “¡Ey, nena! ¡Mirá! ¡Para Halloween!” Los japoneses respetan mucho su vestimenta tradicional, que no es para ellos un disfraz sino un honor llevar puesta. Para bien o para mal (sin dudas, las feministas japonesas tendrán algo que decir al respecto), hoy en día el kimono y las geta están de moda entre los más jóvenes: chicos y chicas, teens, que los usan, sin disimular cierto orgullo de raza, el fin de semana.
A la salida de la estación Asakusa también hay una galería con exquisiteces de marca: desde perlas cultivadas hasta prendas del diseñador Miyake. Y a pocos metros de Nakamise-dôri, la papelería más hermosa que se haya visto. Uno suele traer una cantidad de papeles y papelitos de recuerdo de cada viaje: pocos meses después, están dando vuelta sin sentido por la casa, hasta que tarde o temprano terminan en un tacho de basura. Pero los artículos de este negocio –postales, diseños para decorar tarjetas, barriletes, abanicos, incluso botones– son, además de adictivos, de una belleza imperecedera.
Aires de juventud
Al sur y al oeste del distrito céntrico están los barrios de Harajuku y Aoyama, centros de cultura religiosa, subcultura y cultura chic; y más al oeste, Shibuya, meca del consumo adolescente. Conviene tomar la línea Yamanote de trenes JR y bajar en la estación Shibuya para empezar el recorrido. En la salida Hachikô de la estación hay una plazoleta (meeting point de jóvenes y turistas) que rodea a la estatua de un perro. Hachikô era el perro de un profesor, que enseñaba en la Universidad de Tokio. Acompañaba a su dueño todos los días hasta la estación y lo iba a buscar a su regreso. El profesor murió un día de 1925, de un infarto, en la Universidad, pero el perrito siguió yendo todos los días, hasta que murió, diez años después. Los habitantes de Tokio recuerdan así su fidelidad. Más allá de este recuerdo, el imperio teen. Pelucas, zapatos brillantes, remeras, jeans, negocios de venta de discos (nuevos y usados), historietas. En fin… Antes de empacharse aquí conviene volver a la estación y tomar el tren hacia la estación Harajuku, donde el panorama es más rico.
Desde Harajuku se puede acceder al templo más hermoso de Tokio, a la subcultura de las cosplay-zoku (chicas –y chicos– que llevan puestos disfraces extravagantes), y a los negocios pujantes que se conectan con la zona bohemia de la ciudad. Se puede comenzar por visitar el templo Meiji-Jingû, construido por el emperador Meiji para la emperatriz Shôken (incendiado en la Segunda Guerra y reconstruido en 1958). Para llegar a él hay que recorrer, con gran provecho del turista, un tramo del estupendo y silencioso parque, poblado de cipreses y ginkos, especialmente atractivos cuando se pintan de amarillo y rojo en otoño. Antes de ingresar al parque se puede disfrutar un café, un helado o un té verde.
Si es fin de semana, de regreso, en el puente que une Meiji-Jingû con la zona de Omote-sandô, se puede ver la concentración de chicas vestidas con trajes insólitos: copias de personajes de manga, de películas varias, imitaciones de ídolos del rock (hay profusión de jopos a la manera de Elvis, pero también punks y new romantics) o invenciones caprichosas. Se dice que muchos de ellos, víctimas del bullying escolar, se refugian en el sentido de pertenencia colectiva que dan estas concentraciones semanales.
Paseando por Omote-sandô, el viajero se sentirá como en una calle comercial de Nueva York o Milán: negocios de marcas célebres (Prada, Issey Miyake, Nike) hasta curiosidades (condomania: condones de insólitas clasificaciones) y tiendas de souvenirs con estilo, como el Oriental Bazaar, donde se pueden conseguir, a buenísimos precios, desde kimonos hasta las típicas muñequitas kokeshi. Ideal para los regalos de último momento. Hacia el sudeste, uno se adentra en la zona Soho de Tokio, donde se instalaron los diseñadores locales. Pero si se ha hecho todo el camino hasta aquí, el viajero querrá, por lo menos, un descanso reparador. Está en el barrio perfecto para eso.
En las callecitas laterales de Omote-sandô el agotado caminante encontrará los más ricos cafés y restaurantes, rodeados de galerías de arte y negocios más pequeños. Ver pasar a los turistas y a los jóvenes vendedores de Tokio, en fuga hacia su propia vida nocturna, es un placer añadido.
Hablando de vida nocturna, habrá que apurarse: a las 21.30 cierra prácticamente todo en Tokio. Salvo, quizás, alguna milonga trasnochada de la ciudad. Hay dos o tres especialmente fantásticas: la High Blue Milonga (con varias pistas, iluminadas desde el piso) en Aoyama, la Tokyo Milonga en Nakameguro o la Milonga Siglo XXI, para los más jóvenes, en Roppongi. Las japonesas y japoneses son grandes bailarines. Y por otra parte, al cabo de unos días de alto impacto nipón, llegar a una puerta y escuchar que suena la voz de Raúl Berón cantando un vals, al ritmo de la orquesta de Lucio Demare, tiene su encanto.
Fuente:
Por Ivana Costa, Diario Clarín, enero 2011.
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