Recuerdos de los años de Checoslovaquia bajo el dominio soviético, en una muestra de tono tragicómico
PRAGA.- Al principio, no se sabe si esto del Museo del Comunismo es medio en chiste o medio en serio. Porque basta con ver el afiche que lo anuncia -una matrioshka con colmillos afilados y cara de asesina serial-, para saber que se encuentra justo al lado de un McDonald's y arriba de un casino, o con echarles un vistazo, apenas se entra en el edificio de la calle Na Prikope, a las postales burlonas de la hoz y el martillo para entrar en duda.
Pero no, muy pronto se descubre que la cosa es bien en serio. Que la idea es recorrer los años en los que Checoslovaquia estuvo bajo el dominio soviético (1948-1989), subrayando el clima opresivo y dictatorial de la época.
Si hay algo para criticar es que las salas son chicas y más bien apretadas, con demasiados objetos amontonados, desde bustos de Lenin y Stalin hasta carteles, afiches, uniformes y condecoraciones. Por otro lado, el museo es uno de los pocos lugares donde se pueden ver estos objetos, porque la mayoría fueron barridos de las calles de un plumazo cuando cayó la Cortina de Hierro.
Es curioso, pero un sistema que hasta hace relativamente poco tuvo una presencia tan gravitante -sólo los más jóvenes pueden aducir que no saben cómo es vivir bajo su yugo- pasó a ser algo tan obsoleto, histórico e incluso exótico, que ya cuenta con museo propio.
Y como prácticamente todos los checos saben de sobra de qué se trata el comunismo, es lógico que en el museo se vean solamente extranjeros. La mayoría deambula por la exhibición -que está dividida en tres secciones: El Sueño, La Realidad, la Pesadilla- en silencio, un silencio casi reverencial.
Las salas reproducen escenarios de la vida cotidiana tales como el aula de una escuela, los estantes semivacíos de un almacén, el living de una casa (con la pobre calidad del mobiliario), y hasta una oficina de interrogatorios, con lámpara a media luz, máquina de escribir y teléfono negro de timbre penetrante.
Hasta la primavera
Los afiches, en tanto, vuelven a despertar dudas sobre la seriedad de su intención, ya que algunos rozan directamente con el absurdo. Como aquel en el que aparece el canalla norteamericano -retratado en jeans, pucho colgando de la boca y revista frívola en mano-, en abierta contraposición al look que presenta un joven constructor del socialismo (de camisa, pantalón pinzado, mocasines y pelo impecablemente corto).
A los norteamericanos, de hecho, se los presentaba como los culpables de buena parte de los males que aquejaban a la sociedad, incluida una plaga de insectos que diezmó las cosechas de papa en 1950. La prensa dijo entonces que el insecto -al que se llamó el bicho americano- fue rociado desde avionetas por saboteadores yanquis.
Pero el enemigo no era sólo externo: había que montar guardia ante la posibilidad de deserciones en las propias filas.
"Un área de varios kilómetros dentro de territorio checoslovaco, en la frontera entre Alemania y Austria, era inaccesible y vigilada al extremo, y cualquiera que la traspasara podía recibir un disparo sin advertencia -reza una de las explicaciones-. Si esto sucedía, los guardias eran remunerados con días de licencia o un reloj de pulsera."
En total, las autoridades dispararon contra 327 checos que intentaron escapar del país, al tiempo que arrestaron a otras 200.000 personas acusadas de traición.
Muchos eran detenidos por un par de horas, una noche, dos, tres, y otros tantos durante meses e incluso años. El escritor irlandés John Banville, autor de Imágenes de Praga, narra una anécdota que tiene como protagonista a un amigo intelectual, Zdenek, detenido e interrogado por la policía secreta en varias ocasiones. Parece que un día, no mucho después de la caída del comunismo, el hombre divisó a uno de sus antiguos interpeladores en medio de la calle. A través del bullicio del tráfico, logró llamar su atención y, a los gritos, preguntarle, furioso, lo primero que se le cruzó por la cabeza: "¿Y cuál es su nombre? ¿Eh? ¿Cuál es su nombre?" A lo que el interrogador, lejos de la vergüenza o la humillación, se limitó a saludar con una mano en alto y, sonriente, exclamó: "¡Ey! Pero cómo está usted, qué gusto verlo". Y el pobre Zdenek no pudo más que quedarse allí, varado en medio de la calle, entre la perplejidad y la desilusión.
Pero volviendo al museo y sus instalaciones, por momentos da la impresión de estar dentro del decorado de una película de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la única película es la que se exhibe en la sala final de proyecciones, donde en forma constante se pasan filmaciones sobre la invasión de los tanques soviéticos durante la Primavera de Praga, los aporreos y brutales palizas propinados a los manifestantes, y las tumultuosas siete semanas de 1989 que terminaron con el derrocamineto del gobierno comunista.
Afuera, los negocios de marcas internacionales hierven de gente, las cúpulas de Praga brillan bajo el sol, y el comunismo aparece de pronto como un vago recuerdo de una época lejana.
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