jueves, 11 de noviembre de 2010

El valle escondido... Cochamó!

Ríos turquesas, paredes de granito, bosques milenarios de alerces... Además de sus paisajes deslumbrantes, este rincón secreto y de difícil acceso es un paraíso para los escaladores ...



(El Mercurio /GDA).- Este valle no debería estar aquí, resplandeciendo como un tesoro esmeralda y siempre verde al final de este Arco Iris. Si todo hubiese salido como alguna vez estuvo planeado, esta exuberante selva valdiviana encajonada entre inmensas paredes de granito se habría convertido en una extensa pampa abierta por los incendios que los ex habitantes de la zona provocaron durante la década del 40, buscando aumentar la explotación ganadera del valle.

Tampoco deberían estar acá los bosques de mañíos, lumas, canelos, coigües e impresionantes alerces de más de tres mil años, especie que cubre un 25% del valle: tendrían que haber caído bajo los golpes de hacha primero y el rugir de las humeantes motosierras después, como parte de la explotación forestal que se ha intentado desarrollar aquí desde 1900. Actividad que nunca se realizó a niveles industriales, debido a la falta de caminos: la única vía de acceso terrestre que posee el valle sigue siendo un irregular sendero recorrido por arrieros patagones desde hace casi 200 años. La misma vía que estaría a punto de convertirse en una cómoda ruta diseñada por el gobierno de Ricardo Lagos, si todo hubiese resultado como fue planeado. Un camino donde autos y camiones podrían recorrer los escasos 46 kilómetros que separan la Argentina del estuario del Reloncaví.

Si todo hubiese salido como estuvo planeado, este valle que se extiende majestuoso a los pies del cerro Arco Iris estaría cubierto por las aguas del río Cochamó, debido a alguno de los siete proyectos hidroeléctricos que pretendían instalarse aquí.

Si todo hubiese salido como alguna vez estuvo planeado no estaríamos aquí, en la cumbre del cerro Arco Iris, rodeados de impresionantes paredes de granito esculpidas por el viento y la lluvia. Muros de roca repletos de figuras geométricas, vetas, volúmenes filosos y diedros imposibles, que hacen delirar a escaladores y observadores. Paredes que hoy están cubiertas de planchones de hielo que, al desprenderse, retumban como truenos a lo largo del valle.

Pero contra todo pronóstico nada de eso sucedió. Los incendios fueron consumidos una y otra vez por la lluvia que bajó por cada muro de granito, manteniendo al bosque húmedo y vivo. Los alerces permanecieron en pie, luego de que los habitantes dejaran la zona hace casi tres décadas para mudarse al pueblo costero de Cochamó, empujados por la crudeza del invierno y la ausencia de caminos. Y la nueva ruta planeada finalmente se construirá en el vecino valle del río Manso, luego de que los habitantes del pueblo y la organización Conservación Cochamó (formada por empresas turísticas de la zona) demostraran que ese trazado era más eficiente por número de habitantes y condiciones geográficas.

Así, deshabitado y de difícil acceso, Cochamó se convirtió en un rincón escondido al norte de la Patagonia. Uno que se puede apreciar en todo su esplendor desde la cima del cerro Arco Iris. Desde aquí, lo que se ve es un valle milenario con alerces que trepan por la roca, cruzado por un río turquesa cuyos recovecos se asoman entre el denso follaje, como el sol que apareció apenas pisamos la cumbre, después de seis horas de escalar por un sendero agreste sin el más mínimo asomo de huella.

Un mirador que se alcanza después de cruzar el bosque, trepar con cuerdas tres rocas, subir por raíces que forman escaleras naturales, montar troncos caídos, esquivar árboles que se aferran a piedras enormes y pisar un colchón de humus intacto, con la delicadeza de un bailarín de ballet en zapatos de trekking, hasta llegar a una cumbre nevada que sobrecoge. Un sendero que regala una vista que hasta hace poco era monopolio de cóndores y escaladores, y que hoy revela, a quien pague el precio en sudor y espasmos musculares, la belleza de este valle. Uno que parece haber sobrevivido a todo y que ahora espera sobrevivir a su creciente fama.



El secreto de la montaña
Me traicioné al tercer día. Me había prometido que esa pregunta no saldría de mi boca, y durante dos días lo cumplí casi sin problemas: me mordí la lengua durante las seis horas de caminata por la única vía de entrada al valle. Una huella a veces rocosa, casi siempre fangosa, y con trincheras que alcanzan los dos metros de profundidad, producto de la erosión del ganado que lo ha cruzado durante siglos. Un sendero silencioso y solitario -como todos los del valle- difícil de caminar y muy bello de recorrer. Complejo incluso para los caballos, como descubriría bajo una lluvia intermitente, regresando a la civilización en el lomo de Oro Negro.

Mantuve mi promesa el segundo día mientras subía el cerro Arco Iris, gracias a las vistas que con cada escalón natural, con cada claro del bosque y con cada roca expuesta al valle, se volvían cada vez más majestuosas, hasta llegar -con la nieve primaveral hasta las rodillas- a obtener una vista impresionante.

Pero después de caminar y resbalar, subir y bajar durante 16 horas en dos días, resultó inevitable la traición. Entonces hice la pregunta: ¿Falta mucho? Una hora después, comiendo mandarinas en un hermoso túnel de quilas, volví a preguntar, sólo para hacer más liviano el peso de la mochila: ¿Y cómo es? Parado sobre un tronco, con las manos en los bolsillos y sin una sola gota de sudor en la frente, Michael Sánchez (27 años, guía puertomontino, alpinista, escalador de roca tradicional, amante de Cochamó) sonrió paternalmente jugando al misterio: No te voy a decir nada. Ya vas a ver cuando lleguemos.

Ibamos camino al Trinidad, la pared vertical que inició el desembarco de escaladores de todo el mundo en el Valle de Cochamó.

Fue en 1996 cuando el estadounidense John Foss, que acababa de recorrer en kayak el río Cochamó, le mostró fotografías del valle a un par de compatriotas escaladores, que intentaron llegar a esas enormes paredes de granito que se veían como telón de fondo, siendo detenidos por las quilas del lugar. Uno de ellos conoció en Yosemite -parque nacional estadounidense- a un inglés que, junto a su novia, crearía el primer trazado de este sendero que lleva a los pies del Trinidad. Y desde entonces el secreto del valle comenzaría a difundirse lentamente por el mundo de los escaladores de roca.

Nunca Más Marisco
Desde 2000, por las innumerables paredes que rodean al valle han pasado de mutantes a monos. De escaladores extraordinarios a muy buenos, como dicta la jerga de la especialidad. Del famoso grupo de alpinismo italiano Ragni di Lecco a estrellas mundiales de la escalada en roca como el austríaco David Lama o el alemán Thomas Tivadar. Entonces, a cerros históricos como La Junta o Trinidad se sumó el bautizo de paredes hasta entonces sin nombre como El Gorila, El Monstruo y Matelandia, junto con la creación de rutas de escalada con nombres como Nunca Más Marisco (bautizada por unos italianos que se enfermaron al comer en Puerto Montt), Tabanos Na Cara (ruta de unos brasileños atacados por esos insectos que habitan estos bosques en enero) o Cien Años de Soledad (vía abierta por unos franceses que se pasaron cuatro días completos colgando de la pared antes de llegar a la cumbre), todas historias que se encuentran en los topos, los mapas de las rutas de escaladas que se guardan en Refugio Cochamó, uno de los dos únicos hospedajes que existen en todo el valle, propiedad del escalador estadounidense Daniel Seeliger, que se ha dedicado a recopilar la historia de Cochamó, donde llegó a instalarse luego de volver desilusionado de Yosemite.

Y junto a su fama, Cochamó se ganó un apodo que parece un halago, pero que no le hace justicia al valle: el Yosemite chileno.

"Los gringos cuando llegan acá quedan locos. Les gusta lo salvaje que es", dice Michael Sánchez, el único chileno que ha abierto siete rutas en las paredes del valle, el único que ha bautizado un cerro de Cochamó (Milton Adams) luego de ser el primero en escalarlo. "En Yosemite está prohibido todo. No se puede acampar, llegan buses llenos de turistas, hay que pedir permiso y hora para escalar. Acá no. En Cochamó está lleno de rutas no abiertas, de paredes nunca escaladas. Es el paraíso para un escalador." Un lugar de paredes vírgenes, donde se realiza sobre todo escalada tradicional, casi sin intervenir la roca con chapas que queden ahí.

Mantener esa pureza es la idea de Conservación Cochamó, aplicando un modelo cercano al neozelandés, donde los senderos no reciben más carga que la que pueden soportar -un número fijo de turistas por año-, para seguir viviendo lo que hoy se puede experimentar en los trekkings de Cochamó: un valle que uno puede recorrer incluso en verano, sin toparse con nadie.

"Cochamó es un proyecto emblemático para el gobierno", dirá Fernando Ortúzar, director regional de Turismo. "Se está trabajando para transformarlo en parque nacional con valor agregado, con un modelo de gestión que luego se pueda replicar en otros parques", explicará.





Placer único
Es ese placer del lugar único, profundamente bello, solitario, lo que se siente nuevamente al terminar el sendero que lleva hacia el Trinidad.

El placer de subir una pequeña cuesta que ahora, a comienzos de la primavera, termina abruptamente en la nieve que cubre los pies de la pared. Alzar la vista y toparse de frente con una inmensa muralla de granito. Armar la carpa, mientras una avalancha de granizo brota como cascada en medio de la piedra, armando un espectáculo inolvidable. "Es el cerro que te saluda", dice riendo Michael, sin una gota de hippismo metafísico. Mirar el Trinidad por última vez a la mañana siguiente, antes de emprender el regreso con la carpa dentro de la mochila. Ver cómo en el instante de la última mirada, la cascada de granizo brota por segunda vez. "Es el cerro que se despide", dice Michael, esta vez más serio. Volver a La Junta, a encontrarse con Tatiana y Horacio, las únicas personas que viven durante todo el año en el valle de Cochamó. Volver a caballo bajo la lluvia durante cuatro horas. Regresar a los caminos, a la luz eléctrica, a la señal de celular. Refugiarse de la lluvia al final del camino en la casa de don Tato, un gaucho que no duda en invitarnos a su casa para compartir su mate, su leña, su pan y salchichas, mientras esperamos la camioneta que nos lleve a Puerto Varas. Recordar los espectáculos naturales del valle. Esperar que todo eso siga ahí, escondido en este valle escondido. Esperar que esta vez, por fin, todo resulte como ha sido planeado.

Por Marcelo Ibáñez Campos. La Nacion, noviembre de 2010

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