jueves, 15 de abril de 2010

Euskadi, versión española

Sobre el Cantábrico, la cultura marina rige la vida de los vascos. Todo transcurre al aire libre, en forma frontal y legendaria. Aún así, la modernidad viene asomando.



En el crepúsculo de un día del primer verano, cuando el clima ya permite el uso de un suéter y un jean y la luz proyecta sombras fantasmales sobre los últimos caminantes playeros, el pequeño puerto vasco de Lekeitio brilla suavemente. Botes azules y colorados se mecen expectantes, listos y esperando las excursiones de pesca; los restaurantes de mariscos y pescados abren, uno al lado del otro, a lo largo de los muelles, listos para recibir a los clientes; y los pescadores y las mujeres, dentro de casas frente al mar de los siglos XVII y XVIII, comienzan a abrir sus ventanas para aprovechar la brisa nocturna y entrar la ropa tendida.

Sobre este cuadro, una catedral del siglo XV se yergue silenciosa sobre un patio en sombras, donde coquetos cochecitos de bebé son empujados por pacientes amonak (abuelas). Así era cuando llegamos con mi familia –¡demasiado temprano!– al restaurante Kaia, para cenar un pescado fresco asado con una botella de txacolí, el joven y refrescante vino blanco de la región vasca. Los transeúntes se saludaban unos a otros: agur! (adiós) o kaixo! (hola) –casi todos conversando en euskera, el idioma local, con algún “¡buenas!” en castellano, mezclado por ahí.

Habíamos llegado a Lekeitio en pleno festival de San Juan Eguna (San Juan Bautista), una celebración de solsticio que conmemora además las quemas de brujas del siglo XVII, que se llevaban a cabo tanto en la fracción española como la francesa del País Vasco. A lo largo del año, las fiestas centenarias de los vascos, que celebran distintos santos, tienen lugar en la costa y en la montaña, con ruidosas manifestaciones de canto y baile.

Manejamos por la costa vasca, eligiendo ciudades en Vizcaya y Guipúscoa, dos de las siete provincias vascas. Sin transitar por las autopistas, preferimos los viejos caminos al borde de los precipicios, compartiendo el pavimento con ciclistas, que parecían burlarse de nosotros cada cuesta arriba.

Nuestro plan era sumergirnos en San Sebastián antes de seguir hacia Francia, o como una familia de Bilbao nos diría más tarde, a Iparralde, el “país del Norte”. Estábamos buscando las diferencias entre lo español y lo francés. Quería comparar la cultura e identidad vasca en Francia, donde es mucho menos controvertida, y su negativo en España, donde todo pasa por la vida pública. Hace algunos años, conocí al escritor Bernardo Atxaga, que me decía de ese terruño: “¡Cuántos nombres que tiene! Para algunos es Euskal Herria, para otros, Euskadi, y para otros, País Vasco. En francés, es el Terroir Vasca”. Poéticamente, lo definía: “Es una especie de pequeña jungla con muchos senderos”.




En este viaje, me di cuenta de lo que Atxaga quería decir. En la parte española, los vascos son frontales y centrados. El idioma es mixto (euskera y castellano) y las celebraciones y el ambiente parecen totalmente distintos a los de Madrid. En el lado francés, tuvimos que buscar más profundamente ese gen vasco, que está sólo en los hogares, a puertas cerradas, y en las canciones, el baile, el atletismo y la gastronomía.

Elegimos Lekeitio casi por casualidad, en el mapa bañado de azul del Cantábrico, enamorándonos de la villa y eligiendo quedarnos en el Hotel Palacio Oxangoiti, un hogar del siglo XVII. Luego recorrimos las playas.

Nuestro día comenzó en Bakio, una lujuriosa playa a una hora al norte de Bilbao, donde la música y los comerciantes atienden en vasco antes de pasarse al castellano. “Mi hija habla euskera a la perfección”, dijo Fernando Morcillo Barrueta, el dueño de un bar. “Pero yo no. Ni sus abuelos. Crecimos en los años de Franco y nunca aprendimos.” Hoy, el euskera es aún un tema político. Si se trata en una fiesta en San Sebastián, habrá siete opiniones diferentes acerca de la educación de los chicos, especialmente si éste es el primer gobierno no nacionalista que tienen en treinta años.

Pero si el idioma es político, la cultura del mar es innata. En las afueras de Bakio, nos detuvimos para visitar San Juan de Gaztelugatxe, una pequeña isla con una diminuta iglesia del siglo XIX y un monasterio milenario, al que se accede después de 231 escalones. Los marineros solían ir allí para agradecer la supervivencia tras los naufragios; y las mujeres y los pescadores van cada año a pedir por la pesca. En el restaurante Eneperi, allí mismo, vi dos caras del país vasco: una ruidosa boda privada tenía lugar en una parte del salón, con mujeres y hombres en trajes típicos, zapateando una danza. La música era del trikitixa, el acordeón vasco, y los chicos estaban vestidos como montañeses de hace 200 años, versiones en miniatura de sus padres. “Vemos esto cada vez menos”, dijo el chef, mostrándome una foto de mujeres de mediados del siglo XIX, vestidos como los invitados a la boda.

Del otro lado del salón, en la parte nueva del restaurante, con paredes vidriadas con vista al mar, familias del siglo XXI terminaban sus almuerzos –croquetas y pescado, jamón y ensalada.




En Bakio, Barrueta, el dueño del bar nos había dicho que Bermeo –una gran aldea de pescadores entre Bakio y Lekeitio– había sido uno de los puertos más importantes de España antes de la aparición de la Unión Europea. Ahora, dijo, los chicos no quieren más convertirse en pescadores. No vale la pena estar tan lejos, mar adentro.

La ruta entre Bakio y Bermeo estaba cerrada ese día, castigada por el largo invierno y aún en reparación, así que nos volvimos antes. Nos rodeaban ovejas y cabras enclavadas en las montañas, pequeñas iglesias del siglo XV y ciclistas esponsoreados por la compañía local de teléfonos.

Una y otra vez nos topábamos con vistas a través de los árboles que eran tan bellas que se convertían en clichés: nos dejaban sin aliento. Los acantilados circundados por gaviotas, la olas espumosas rompiendo contra las rocas que descubrían playas de prístinas arenas blancas en cada ciudad.

Después de Lekeitio, continuamos costa arriba, alternando entre Ondarroa y Deba, admirando cada caleta de pescadores y sus paseos costeros, y el innegable estilo vasco de la gente: ancianos con boinas negras, mujeres jóvenes con pelo azabache y ojos brillantes y oscuros. Paramos para comer y pasear sin rumbo en Getaria y Zarautz, dos pueblos conectados por una carretera sobre el mar y un paseo de un kilómetro y medio tan gloriosamente cercano al agua que teníamos la sensación de ser libélulas sobrevolando la superficie.
Diario Perfil, abril de 2010.
Por Sarah Wildman The New York Times / Travel.
Traducción: Clara Fernández Escudero.

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