martes, 28 de septiembre de 2010

Y esto de quién es?...

En los aeropuertos del mundo se extravían tres mil valijas por hora. Según la Societé Internationale de Télécommunications Aéronautiques, más de la mitad pierden el rumbo en las conexiones aéreas.

Con nombre. Cada maleta que se despacha debe tener identificación, incluso en el interior, para facilitar que llegue a su dueño.

Parados en una hilera despareja, que en minutos se transforma en un amontonamiento, alrededor de la cinta del baggage claim cientos de manos ansiosas asoman entre las piernas de los pasajeros que no quieren ceder su lugar de privilegio en la primera fila de la cinta sinfín. Manotean equipajes y se van corriendo, con la ilusión de que la fila de migraciones sea más corta que la espera del equipaje. Los minutos siguen corriendo como la cinta, que ya sólo transporta el aire fresco de la pista del aeropuerto. El mal humor se apodera del último pasajero en el hall: su equipaje no aparece. Indignado, el viajero se pregunta por qué no puso su nombre en una etiqueta además del ticket de la aerolínea, o por qué no hizo caso a su mujer y distinguió su clásica maleta negra con la cinta naranja fosforescente que le había regalado su hija.

Escenas como ésta se repiten tres mil veces por hora en los aeropuertos de todo el mundo, todos los días, dicen las estadísticas. Durante 2009, según cifras de la SITA (Societé Internationale de Télécommunications Aéronautiques), empresa dedicada a tecnología y soluciones para las aerolíneas, se perdieron 25 millones de valijas en todo el planeta. Esta cifra resulta impensable, pero es un 23,8 por ciento menor a la de 2008, período en el que se extraviaron 32,8 millones de equipajes, y todavía más: un 40 por ciento menor que en 2007, en el que se perdió el rastro de 42,4 millones de bultos despachados por los pasajeros.

Es que ahí está la clave: uno de los consejos más obvios pero eficientes para no sufrir demoras o pasar malos ratos es simplemente no despachar las valijas cuando no superan el peso y tamaño permitido como equipaje de mano, sobre todo si se trata de vuelos con conexiones, porque es en el momento de la transferencia cuando más extravíos se producen. También se aconseja identificar bien las maletas colocando adentro copias de la documentación personal para facilitar la identificación, tratar de tener equipajes llamativos o lo suficientemente distinguibles como para que no haya confusiones, y si se tiene una cámara de fotos a mano, no está de más fotografiar la valija con la etiqueta de la aerolínea ya colocada para que en caso de pérdida el reclamo sea más sencillo.

Según el mismo estudio de la SITA, el 52 por ciento de los equipajes se pierden en las conexiones, mientras que el 16 por ciento no llega a embarcarse. A estos dos motivos principales les siguen los errores en los billetes o cambios de maleta (13 por ciento) y confusiones en la carga o descarga (7 por ciento). En contra de lo que el imaginario colectivo se figura, apenas el 6 por ciento de los extravíos tienen que ver con fallas del propio aeropuerto, la intervención de aduanas, la meteorología o las restricciones de espacio y peso; el 6 por ciento restante se divide entre las fallas en la gestión del aeropuerto de llegada y los errores en el etiquetado.

Frente a este oscuro panorama, vale la pena aclarar que el 96,6 por ciento de todas las valijas que se despachan vuelven a manos de sus dueños sin inconvenientes. Aunque el problema de la pérdida de equipajes no se haya solucionado completamente, cada año está más controlado y, para alegría de las compañías aéreas, la SITA asegura que la reducción en la pérdida de equipajes hizo que las aerolíneas ahorraran, durante 2009, 460 millones de dólares.
Por Mariana Jaroslavsky para diario Perfil, septiembre 2010

viernes, 24 de septiembre de 2010

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Puna argentina...

Casi 300 kilómetros de la RN 52, en Jujuy, unen Purmamarca con Jama, donde se encuentra el paso fronterizo hacia Chile. Una ruta de dos manos y sin banquinas para una intensa travesía de la Puna, allá donde las llamas aparecen entre las casas de adobe y el sol intenso del día contrasta con el frío profundo de la noche, en plena altura y toda soledad.



Quienes disfrutan del viaje en auto a lo largo de grandes distancias lo suelen tener muy en cuenta: los caminos de montaña ofrecen mucho más que paisaje y señalización de tránsito. Estos trayectos, como el que va de Purmamarca a Jama, en la provincia de Jujuy, tienen una dinámica y un ritmo propios, sobre todo cuando atraviesan territorios extremos. Antes de emprender la travesía, como la mayoría de los que llegan desde latitudes al sur, hicimos escala en San Salvador de Jujuy, la capital provincial, donde conviene tener en cuenta tres recomendaciones: primero, asegurar la provisión del tanque de nafta, ya que por delante quedan kilómetros tan intensos como solitarios; segundo, salir temprano para aprovechar la luz natural; tercero, abastecerse de hojas de coca, ya que el destino final está bien arriba, en los 4200 metros de Jama.

El trayecto en ascenso de San Salvador a Purmamarca se hace en paralelo al río Grande por la Ruta 9, lo que supone pasar de los 1200 a los 2300 metros. El cerro de los Siete Colores es el icono de Purmamarca (“pueblo de la tierra virgen”, en aymara), un poblado antiquísimo que forma junto con la famosa montaña, la más conocida postal turística puneña. Sin embargo, a pesar de su concentración cromática, el Siete Colores no es la más imponente de los coloridas montañas de la región, y posiblemente el auge turístico le haya quitado algo de su misticismo. Lo cierto es que este pueblo conserva hasta donde puede –sobre todo en sus calles de tierra y casas de adobe– el sesgo entre autóctono y colonial que comenzó a forjar en los tiempos de su fundación, allá por el siglo XVII. Lo demás es la presencia de guardias urbanos ordenando, pechera fluorescente mediante, el ir y venir de los turistas en las angostas callecitas; la proliferación de imponentes fincas y hoteles boutique; la comida norteña –-tamales y platos a base de carne de llama– como caballito de batalla de los restaurantes locales. Para comprar el típico souvenir, nada mejor que la feria de la plaza central, donde se encuentran desde instrumentos musicales como sikus o quenas hasta hilados, ponchos y coloridos gorros collas. Los textiles en vicuña asustan por el precio, de modo que uno suele conformarse con los más populares y típicos de llama.


Vicuñas que corren libremente por la árida vegetación de la desolada Puna.

TIEMPO DE LIPAN Dejamos Purmamarca y, ahora sí, arremetemos por la Ruta 52. Bajo un sol pleno, pese al frío del invierno, pronto damos con las elevaciones precordilleranas. De cuando en cuando vemos al costado del camino cultivos en terraza de maíz o papa andina, mientras el múltiple colorido del paisaje que disfrutamos en Purmamarca va tornando hacia el amarillo de la sequedad, y al gris y marrón de la roca. Nos adentramos en la Puna.

Diecisiete kilómetros después de Purmamarca se viene la Cuesta de Lipán, donde la ruta va zigzagueando en curvas de 45 grados, en decidido ascenso entre las montañas, por lo que resulta muy útil contar con GPS. Dadas las características extremas del trazado, los carteles que indican 40 kilómetros por hora como límite de velocidad resultan casi un formalismo. Se entra en Lipán a 2800 metros, para tocar los 4 mil metros en el clímax; y pese a la altura, entre las montañas se siguen apreciando los aislados cultivos de los pueblos originarios.

Poco a poco la Cuesta de Lipán va quedando atrás. A tanta altura, la desolación abunda, apenas interrumpida por la presencia de los lugareños y de nuestros compañeros de ruta: sobre todo ómnibus turísticos que van y vienen de Chile, además de “camiones mosquito” (los que trasladan autos) que van hacia el país trasandino en busca de vehículos que luego tendrán como destino Paraguay. Las montañas que nos arropaban en el tramo de Lipán ahora se muestran lejanas; en tanto, los picos nevados de la Cordillera de los Andes recortan el horizonte.

Un camino de pronunciadas curvas para ascender a las alturas.PAISAJE DE SAL Ya estamos a 120 kilómetros de Purmamarca. La sequedad se siente en la boca, los labios se cuartean sin que nos demos cuenta. De un momento a otro, ambas márgenes de la ruta se van transformando, aclarando. Es el turno de Salinas Grandes, que con una superficie de 12 mil hectáreas es uno de los salares más grandes y bellos de nuestro país. Aquí el sol, que refleja la inmensidad blanca, nos hace entrecerrar los ojos.

Pronto, a 300 metros del camino, vemos un conjunto de vehículos estacionados, conformando una suerte de recreo. Bajamos de la ruta siguiendo las huellas de los rodados que nos precedieron. Estacionamos y descendemos. El frío invernal se hace sentir, pero no es nieve lo que nos rodea. Estamos, como lo intuíamos, en una suerte de paseo turístico improvisado. A lo lejos, bien adentro en el salar, se ven camiones y galpones, y acá nomás obreros cavando las piletas rectangulares donde la sal se cristaliza, para luego ser extraída y procesada. También hay mostradores a cielo abierto, donde artesanos locales trabajan y venden objetos de sal y laja tallados. Las inclemencias del clima seco los llevan a combinar pasamontañas con anteojos de sol, una extraña apariencia a los ojos no habituados.

Tiempo de seguir. Desde Salinas Grandes, indica el mapa, hay una conexión con La Quiaca, a través de la mítica RN 40, que en ese segmento es de ripio. Pero nuestra intención inicial es continuar por la RN 52 hasta Jama, por lo que dejamos la explanada blanca y volvemos al camino, donde cruzamos un hotel de sal cuyos ladrillos salinos, oreados por el tiempo, se muestran más amarillentos que el resto del paisaje.

La extrema vastedad de la Puna y, a lo lejos, los picos nevados de la Cordillera.
CAMINO A SUSQUES Por delante, la Puna en estado cada vez más virgen. Entre la aridez y las montañas erosionadas, antiguas minas abandonadas y puentes de ferrocarril en desuso, pero también casitas de adobe provistas de paneles de energía solar. Desde la ruta hay que prestar atención para encontrar estas construcciones, que a veces –juntas, al pie de la montaña– forman un poblado de cuatro o cinco casas.

De repente, un momento esperado. Las llamas y vicuñas salvajes que anunciaban los carteles atraviesan la ruta, indiferentes a nuestra mirada. Más adelante averiguaremos que, durante la noche, el intenso frío tiende a alejarlas del camino. En general son mujeres collas las que, junto a rebaños de 30 o 40 llamas –el ganado de la zona–, demuestran el tesón arriero. En lugar de tener marcas, estos animales son señalados: un colorido tejido pende de una de sus orejas, identificando cada animal como parte de un rebaño. Cada tanto descubrimos sus corrales: círculos de pirca (piedra a secas, o unidas por barro) de menos de medio metro de alto, donde muy juntas las llamas descansan para protegerse del frío. A metros de estos corrales también es común ver una montaña de bosta, que se convertirá en fertilizante. Todo debe aprovecharse.

A veces las pircas dejan de ser circulares y, derruidas, se mimetizan con las cimas de las colinas desérticas. No son corrales; se trata de antiquísimos pucarás o construcciones que servían para comunicación o vigilancia de las comunidades andinas. Quedan pocos en pie o identificables, si no se anda con la mirada atenta o el dato certero.

Llegamos al kilómetro 88 de la RN 52: Susques, a 3890 msnm, ya en el extremo noroeste de la provincia. Estamos en el último poblado con servicios e infraestructura antes de Jama (hasta hace quince años, Susques hacía las veces de Jama como paso fronterizo) para cargar nafta y volver a probar la gastronomía puneña. Durante el almuerzo tardío en uno de los pocos restaurantes del lugar, nos recomiendan un paseo que haremos luego: visitar una antiquísima iglesia de adobe y techo de paja, levantada en 1670 e inmersa en un caserío de arquitectura colonial honrosamente conservada.

Volvemos a la ruta: restan 120 kilómetros. Todo parecido, pero igual de magnético. Quebradas, volcanes quietos y plegados cual tapiz, pircas, llamas, corrales, casitas de adobe. De a poco el entorno se va tornando más desértico, lunar. Continuamos devorando kilómetros, acompañados, en paralelo a nuestro lado, por el hilo congelado de un curso de agua de deshielo.

Atravesamos la Quebrada del Mal Paso. La vegetación escasea. Sólo unos erguidos cactus de más de dos metros de altura se asoman como un ejército de guardianes; resulta extraño verlos crecer desde la roca. El escenario se repite, pero cada vez se muestra más extremo, más inhóspito. La tarde va cayendo. Paramos al costado del camino para estirar las piernas, y el viento indiferente y frío nos corta la cara.

Artesanos trabajando y protegiéndose del sol en Salinas Grandes.

EN DESTINO Ya falta poco para el kilómetro 276, es decir Jama. La erosión se palpa en el paisaje de altura, redondeado, pulido. Todavía se deja ver la luz solar, pero a lo lejos asoman también algunas luces artificiales. El cielo, como siempre, límpido. Un conjunto de casas se amontona alrededor de una estación de servicio, que incluye el único hotel de Jama, nuestro destino. Aquí, nos dicen, moraban muchos de los trabajadores que construyeron la nueva infraestructura del paso fronterizo, situada medio kilómetro más adelante. En dicho paso trabaja gran parte de la población nómade del lugar: hombres y mujeres que hacen los controles de Aduana, Migraciones y Gendarmería.

Estamos a 160 kilómetros de San Pedro de Atacama, Chile, que podríamos recorrer en un trayecto de ripio que forma parte sustancial del corredor bioceánico Atlántico-Pacífico. Otra opción sería volver a Susques, pero decidimos quedarnos a pasar la noche (-25 grados) en el hotel de Jama, donde todavía nos falta visitar el salar, con restos arqueológicos y la presencia de flamencos. Mientras tanto, la bandera argentina del Paso ruge quejumbrosa y se muestra deshilachada; es que el viento no sabe de patriasz.
Por Astor Ballada para Página 12, setiembre 2010.

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