miércoles, 29 de junio de 2011

Trenes de Leyenda...


Del Orient Express al Transiberiano y el Palace on Wheels, una confortable y pintoresca forma de conocer el mundo. Mitos, historias y recorridos fascinantes a bordo de los trenes más famosos...



 
Hace pocos meses, en diciembre de 2010, el historiador británico Tony Judt publicó en The New York Times un ensayo titulado “La gloria de los ferrocarriles”, donde subrayaba que “lo que parecía pasado de moda –viajar en tren– ha vuelto a ser moderno”. Y se preguntaba por qué. Para Judt, las razón es clara: los ferrocarriles han hecho posible la experiencia arquetípica de la Modernidad, o sea, el viaje como placer y aventura. “Lo que parecía la encarnación de la Posmodernidad –un mundo con autos y aviones, posferroviario– demostró ser, como muchas otras cosas entre las décadas de 1950-1990, sólo un paréntesis, impulsado, en este caso, por la ilusión del petróleo eternamente barato y el culto de lo privado”, decía Judt. Para él, las grandes estaciones ferroviarias construidas a finales del siglo XIX en Europa, Asia y América –entre otras, la Gare de l’Est en París (1852), Paddington Station en Londres (1854), Victoria Station en Bombay (1887)– valen tanto como las catedrales medievales, “deben ser preservadas por ellas y por nosotros”. Ellas y los trenes son el símbolo de la sociedad y la vida modernas, porque representan a individuos que han aprendido a compartir el espacio público –de eso trata la experiencia del viaje ferroviario– en beneficio mutuo.

Sí, los viajes en tren no son cosa de museo. Dos símbolos opuestos lo demuestran: el renacimiento de los trenes míticos –como el Orient Express– que proponen verdaderos “cruceros” sobre ruedas, simultáneamente con la construcción del Qingzan Railway de China, que desde 2006 une Lhasa –capital del Tibet– con las ciudades de Beijing y Shanghai bordeando el Himalaya.
Los trenes mencionados aquí son excepcionales: ya sea por su historia, por los paisajes que atraviesan y por la experiencia cultural que proponen. O porque en algunos casos cruzan continentes, o representan hazañas de la tecnología. Algunos de ellos ofrecen servicios de extremo lujo, otros no; pero todos son legendarios.

“En un mundo crecientemente globalizado y homogeneizado, debemos celebrar la diferencia y la individualidad de los trenes en todo el mundo. Los autos son tediosamente universales y los aviones lucen siempre iguales, pero los trenes son diferentes apenas se cruza una frontera. Diferentes en estilos, en tecnología, en clientela, en experiencias culturales”, anota Andrew Eames, editor de la guía “Great train journeys of the world”, publicada por Time Out en 2009.

A pesar de ser tan diferentes entre sí, los trenes tienen algo en común. Como dice Eames, hacen más estrecha la relación entre el viajero y su entorno porque atraviesan montañas y ciudades, abismos y llanuras, metiéndose en el patio trasero de un país. Los aviones no permiten ver nada de eso, mientras en una autopista habitualmente se ven las luces y el baúl del auto que va adelante.

Además, los trenes permiten tomarle el pulso a un sitio porque transportan un “recorte” de la sociedad local –además de los turistas– y de eso puede nacer, a veces, una conversación. O sea, historias: “Yo buscaba trenes y encontré pasajeros”, admitió Paul Theroux en uno de sus más populares libros de viajes, “El gran bazar del ferrocarril”.
Hay además una cualidad especial que distingue al tren de otros medios de transporte. Como la ruta está fijada, le permite al viajero distraerse, imaginar.


 
Vagones y poesía

“El viaje terminado no se parece mucho a aquel que habíamos planeado, los rieles no cesan de proponer un diálogo fecundo entre el sueño y la realidad. Mañana tomaremos otros trenes, descubriremos nuevos territorios, nos enamoraremos de las estaciones, tejeremos nuestros futuros recuerdos bendiciendo las casualidades, hermosamente reunidas por el viaje en tren”, dice el francés Baptiste Roux en “La poesía del riel, pequeña apología del viaje en tren”.

De esas casualidades creadoras puede dar fe la escritora Agatha Christie, entusiasta viajera del Orient Express. “Toda mi vida quise viajar en ese tren. Era mi favorito, me gustaba su tempo “allegro con fuoco”, sus ruidos, balanceándose de un lado a otro en el apuro por abandonar Occidente. Había una sutil diferencia cuando se pasaba de Europa a Asia, era como si el tiempo perdiera sentido”, dice Christie en su autobiografía.

Ella viajaba habitualmente desde la Victoria Station de Londres hasta la estación Sirkeci en Estambul –más de 3.300 kilómetros– para ver a su marido, el arqueólogo inglés Max Mallowan, que hacía excavaciones en Siria e Irak. En 1931 la escritora volvía hacia Londres cuando el tren se detuvo por una inundación en Pythiou, Grecia. La espera duró un par de días y entre los pasajeros había aristócratas europeos y millonarios estadounidenses, junto a uno de los directores de la empresa responsable del Orient Express, la Compagnie Internationale des Wagons Lits. Aquella espera forzada y la variedad de nacionalidades –además del secuestro, entonces reciente, del hijo del famoso aviador Lindbergh– inspiraron a Christie. La escritora imaginó al Orient Express detenido en los Balcanes por la nieve, pasajeros sospechosos y un crimen que debe resolver el detective Poirot. La novela tuvo tanto éxito que cuando el auténtico Orient Express agonizaba –hacia el año 1977 dejó de funcionar regularmente– un millonario, James Sherwood, compró los vagones que habían sido restaurados para la versión cinematográfica –realizada en 1974 con Albert Finney, Lauren Bacall y Sean Connery– en un remate en Montecarlo.

Sherwood encontró los vagones originales hechos en la década de 1920 y relanzó el Orient Express. Conservó el pedigrí de este tren creado en 1883 por el belga Georges Nagelmackers; no le vendió el alma al diablo, no instaló gimnasios o jacuzzis en estos coches que testimonian la “edad de oro” del ferrocarril. Hoy el recorrido une París con Estambul sólo una vez al año, cuando se reúne el cupo de pasajeros dispuestos a pagar hasta catorce mil dólares por una suite doble. Otra ruta habitual del Orient Express es la que va de París a Venecia por el túnel de Simplon, bajo los Alpes.

Un modelo y sus réplicas

Los trenes al estilo del Orient Express crearon el turismo moderno, explica el estudioso Patrick Poivre d’Arvor en su libro “La edad de oro del viaje en tren”. Justamente, la agencia de viajes Thomas Cook nació con la venta de tours planificados en ferrocarril. Desde 1890 en cada capital europea se construyeron hoteles para aquellos exigentes viajeros; es el caso –entre otros– del centenario hotel Pera Palace en Estambul. El modelo del Orient Express inspirado en la época en que los aristócratas europeos viajaban en los coches Pullman de la empresa Wagons Lits –con cinco comidas diarias, servidas en platos de porcelana china y cubiertos de plata– tiene ahora sus réplicas en varios países del mundo.

En el norte de la India, desde 1982 corre entre abril y setiembre el espléndido Palace on Wheels, con 14 vagones que llevan el nombre de cada uno de los principados de Rajasthan, la tierra de los maharajás. Nueva Delhi, Udaipur, Jaipur, Agra, son algunas de las estaciones: el paseo dura una semana y los pasajeros pernoctan en antiguos palacios reales que –más allá de los lujos– son testigos de toda una época. Muchos años antes, en 1936, el escritor francés Jean Cocteau hizo el recorrido con un libro en las manos, “Kim de la India”, de Rudyard Kipling.

En el sudeste de Asia, entre Singapur y Bangkok –casi 2 mil km en la ruta de los relatos de Graham Greene, que pasa por Penang y Kuala Lumpur– corre desde 1993 otro “crucero” sobre ruedas: The Eastern & Oriental Express. Sus vagones decorados por el francés Gerard Gallet con fina marquetería y lacas tailandesas, evocan al “Shanghai Express” de 1932. El tren atraviesa el célebre puente sobre el río Kwai, construido por Japón en 1942 con prisioneros ingleses durante la guerra, que inspiró la novela de Pierre Boulle y la película de David Lean, en 1957.

La lista podría seguir con otros trenes suntuosos, que remiten al modelo del Orient Express. Es el caso del Royal Scotsman, que atraviesa las Highlands, las tierras altas de Escocia. En el norte de España, el Transcantábrico une a Santiago de Compostela y San Sebastián. La propuesta de The Canadian, que va desde Toronto a Vancouver atravesando buena parte de Canadá, rescata la herencia de los trenes de línea transcontinentales, los “Superliners” de estilo estadounidense.

China, que ahora está construyendo miles de kilómetros de vías para trenes de alta velocidad, también rescata algo de aquellas tradiciones ferroviarias con el “Shangri-La Express”, la versión más confortable del Qingzang Railway que desde 2006 une Lhasa –en el Tibet– con Shanghai y Beijing. En el Tangula Pass, las vías trepan a 5.072 metros –hoy es el tren más alto del mundo– para atravesar las montañas. El nombre, Shangri-La, alude al mítico paraíso ubicado más allá del Himalaya. En el idioma chino, Qinzang significa Tibet: en Lhasa, los viajeros se fascinan con el palacio Potala o el templo Jokhang. Pero antes de llegar, la antigua capital de la “ruta de la seda”, Xian, espera con sus guerreros de terracota, milenarios guardianes de la tumba del emperador Qin Shihuang.



 Del tiempo y la distancia

En Sudáfrica, el sueño que hacia 1890 impulsó el millonario Cecil Rhodes –unir por ferrocarril Ciudad del Cabo y El Cairo– se escenifica hoy en el Blue Train que sale de Ciudad del Cabo y llega hasta Pretoria, en un viaje a través de Table Mountain, el desierto de Karoo y el pueblo de Kimberley –ligado a la minería de de diamantes– además de Johannesburgo. Otro tren, The Pride of Africa, va más al norte de Pretoria –a través de Botswana y Zimbabwe– para detenerse frente al río Zambezi: las vías llegaron allí en 1905, mediante un espectacular puente junto a las cataratas de Victoria Falls. La pasión por este paisaje sudafricano viene de lejos: “Este es un país de leones, jirafas y antílopes, aunque los animales no se dignaron a aparecer para inspeccionar nuestro tren. Pero en una estación, el maquinista nos mostró el esqueleto de un elefante que, el año pasado, se quedó dormido en los rieles y provocó una demora de trece horas”, escribía en 1913 la exploradora Ethel Bagg en su libro “Cape Town to Victoria Falls”.

Otros trenes ofrecen placeres para sibaritas, pero el Transiberiano tiene la magia de su nombre y ofrece tiempo. El tiempo disponible en un viaje de 9.300 kilómetros, desde Moscú a Vladivostok. “Muchos hombres, aunque no los mejores, son felices cuando la pregunta ¿qué debo hacer? resulta innecesaria. Por eso me gusta el Transiberiano, porque uno yace en su camarote, justificadamente inerte”, escribía en 1933 el cronista viajero Peter Fleming en “One’s company”. Peter era el hermano de Ian Fleming, que, por cierto, en algún relato ubicaría a su espía, James Bond, en el Transiberiano.

Es que se trata de un tren y un mito: sobrevivió a un siglo de revoluciones, guerras, hambrunas, heladas, inundaciones. Construirlo llevó décadas, desde que el zar Alejandro III tomó la decisión en 1891 –quería asegurar la base naval de Vladivostok ante la creciente potencia militar de Japón– hasta la terminación, en 1916, luego de superar el lago Baikal y el río Amur. Se dice que Lenin y Stalin viajaban en los coches de la Wagons Lits confiscados por la revolución rusa de 1917, anticipada proféticamente en las visiones de “La prose du Trans Siberien et de la petite Jeanne de France”, un poema vanguardista que el suizo Blaise Cendrars publicó en 1913 en París. “Las vías son una geometría nueva”, escribió Cendrars en su poema. En Rusia nadie dudó de esa geometría: el Transiberiano es la columna vertebral del país, por eso en la década de 1950 la Unión Soviética electrificó la línea, que extendió sus ramales por Mongolia hacia China y Manchuria.

Así como Rusia no puede pensarse sin el Transiberiano, Estados Unidos tiene otra leyenda ferroviaria, The California Zephyr, el tren que une Chicago y San Francisco por la ruta abierta en 1869 con el primer ferrocarril transcontinental. La idea fue del presidente Abraham Lincoln, quien en 1862 autorizó a dos empresas –la Union Pacific desde Omaha hacia California, la Central Pacific desde Sacramento– para construir la línea. Demorada por la Guerra Civil hasta 1867, la traza ferroviaria debió atravesar los desiertos de Utah, la Sierra Nevada y la cordillera de las montañas Rocallosas.

Antes del tren, el viaje duraba seis meses: para llegar a California los viajeros debían dar la vuelta en barco por el Cabo de Hornos o intentar el cruce por los pantanos de Panamá. Un gran cineasta estadounidense, John Ford, contó aquella épica del Far West en su película “El caballo de hierro”.

“Un día, poco después de mi nacimiento, uno de nuestros exploradores volvió al campamento muy excitado diciendo que había visto una gran serpiente deslizándose por la llanura. Causó sensación. La observación cuidadosa reveló un hilo de humo que seguía a lo que creíamos que era una serpiente. Era el primer tren de la Union Pacific”, contaba a finales del siglo XIX el jefe indio Standing Bear, de los sioux.

Aquella leyenda continuó en el siglo veinte. En 1934 la empresa Burlington lanzó el Zephyr, el primer tren estadounidense impulsado por locomotoras diesel, con coches Pullman metálicos de diseño futurista, aire acondicionado y duchas en las cabinas. Tenía azafatas, las “Zephyrettes”, además de grandes vagones observatorio –los Vista Dome– para ver el paisaje de las Rocallosas, los ríos y desiertos. Ese tren era un anticipo del California Zephyr, lanzado con toda la pompa en 1949. Fue derrotado en 1969 por los aviones. Pero en 1983 lo relanzó Amtrak –la empresa estatal de ferrocarriles estadounidenses– con flamantes coches que tenían de dos pisos. Y a pesar de todos los augurios, sobrevive.

Es que, probablemente, el historiador Tony Judt razonó bien al escribir: “si perdiéramos los trenes, también deberíamos reconocer que hemos olvidado cómo se vive en sociedad”.
Por Eduardo Pogoriles para Clarín, Junio de 2011.-

lunes, 27 de junio de 2011

Perú: Tras las huellas del Inca...

Un recorrido por la “ruta gringa”, de Lima a Nazca, pasando por Cusco, Puno y Arequipa. Colores y sabores de un itinerario entre la cordillera, las sierras y el Pacífico.

Las nubes parecen resistirse a revelarnos el secreto: mientras el guía, Pedro, comienza su relato, no se ve más allá de tres o cuatro metros. Una densa neblina-llovizna cubre la ciudadela de Machu Picchu, la ciudad sagrada de los incas, en el sur de Perú. Pero de pronto el sol comienza a filtrarse, las nubes a correrse, y la ciudad inca se va revelando poco a poco, como si no quisiera mostrarse toda de una vez. De repente se ve una parte del sector urbano, con sus viviendas, templos y plazas; luego la zona vuelve a cubrirse y se descorre el velo que tapaba las terrazas de cultivo y el río Urubamba, serpenteando furioso al fondo de un enorme cañón. Hasta que las nubes se deciden a terminar su enigmático juego y dejan al descubierto el conjunto coronado por el Wayna Picchu, el cerro que delinea el perfil más famoso de la ciudad inca. Las ruinas impactan, pero tanto como el lugar en el que se ubican: una especie de filo sobre la ladera que une el Machu Picchu (pico viejo) con el Wayna Picchu (pico joven), con las verdísimas terrazas colgadas sobre precipicios.

Quizás algo similar, pensamos, haya experimentado Hiram Bingham, el explorador que dio a conocer esta ciudad escondida, cuando la descubrió para el mundo el 24 de julio de 1911. El descubrimiento de Machu Picchu está por cumplir 100 años, y se preparan grandes celebraciones que son una buena excusa más –como si hiciera falta– para visitar este increíble lugar y, de paso, recorrer otros destinos imperdibles de Perú.
“La ruta del gringo” se denomina aquí al recorrido que elije la mayoría de los turistas que visitan el país. Un circuito que parte de la capital, Lima, continúa en Cusco, el Valle Sagrado y Machu Picchu, sigue hacia el sur, a Puno y el lago Titicaca, y luego cruza hacia el mar haciendo escala en Arequipa. El último tramo atraviesa las misteriosas líneas de Nazca, en pleno desierto, para regresar nuevamente a Lima.

Entre el Altiplano, las sierras centrales y la costa del Pacífico, este recorrido hilvana ruinas monumentales, tradiciones culturales milenarias, volcanes y cumbres nevadas, desiertos y acantilados que dan la cara a un mar de olas embravecidas, sobre las que cabalgan cientos de surfistas. Si Perú hechiza por su fascinante historia relatada en impresionantes ruinas, no menos lo hace por su presente.

La ciudad de los reyes

Más de una vez nos habían dicho que en Lima no había mucho para ver, que no valía la pena, y hasta la guía que llevábamos hablaba de escasos atractivos. No podemos creerlo, ahora, mientras disfrutamos de un pisco sour en El Bolivarcito, el bar del hotel Bolívar, en pleno centro histórico, donde, dicen, se inventó este trago, el cóctel nacional peruano. Y pensamos que lo bueno de llegar sin tantas expectativas a un lugar es que entonces todo tiene derecho a sorprender: el pintoresco barrio de Miraflores y su Calle de las Pizzas, o la colorida y tranquila bohemia del barrio de Barranco, donde bien se puede cantar aquello de Chabuca Granda: el señorío de su ayer, nos dice adiós desde un balcón, disimulando su desdén. O la elegancia de San Isidro, con sus mansiones y su Parque del Olivar, donde aún dan frutos olivos plantados en la época de la colonia.

En los últimos años, la ciudad vivió un renacer envidiable, y el centro histórico, que supo ser oscuro y hasta hostil, hoy es un derroche de bellísima arquitectura colonial. Ese centro colonial es considerado el mayor de América Latina, y por eso la UNESCO lo declaró Patrimonio de la Humanidad. No haga caso a los agoreros de Lima, y disfrute del ambiente de las plazas de Armas y San Martín, unidas por las 5 cuadras del Jirón de la Unión.

Otro símbolo de la reciente recuperación limeña es el Parque de la Reserva, un enorme espacio que ocupa terrenos antes baldíos y abandonados. Allí hay ahora 13 fuentes que forman un “circuito mágico del agua”, donde distintas fuentes ornamentales lanzan potentes chorros que se combinan con música, luces y láseres que proyectan imágenes en movimiento en paredes de agua. Guinnes lo certificó como el complejo de fuentes más grande del mundo, y con la fuente más alta de un parque público: una de ellas lanza sus aguas hasta 80 metros de altura.

El ombligo del mundo



Mama Ocllo y Manco Cápac surgieron de Isla del Sol, en medio del lago Titicaca, y recibieron del padre Inti (Sol) una vara de oro y el encargo de establecerse allí donde esa vara se enterrase fácilmente en el suelo. Recorriendo las montañas, llegaron a las laderas del cerro Huanacaure, en Cusco, donde la vara se hundió en la tierra hasta desaparecer, señalando el sitio adecuado para establecer la capital del nuevo imperio, el “ombligo del mundo” (qosqío, en quechua).

Escuchamos la historia de boca del guía Bernabé mientras recorremos, en pleno centro de Cusco, el templo de Qoricancha. Qori, en quechua, significa oro, y qancha, lugar cercado, limitado por muros, por lo que este sonoro nombre se traduce como “cerco o recinto de oro”. Y es que aquí los incas habían levantado construcciones con paredes recubiertas de gruesas láminas de oro. Y así como Cusco fue centro y ombligo del mundo, Qorikancha fue el centro religioso del Cusco, es decir, el centro del centro. Es el sitio del que partían los caminos principales hacia las cuatro principales partes del universo, o las cuatro zonas en las que se dividía el Tawantinsuyu, el gran imperio inca.

Luego llegaron los españoles, y con ellos el saqueo y la destrucción. Del oro no quedan más que las historias, y sobre las bases del templo inca se levantó luego el convento y templo católico de Santo Domingo. Pero a Cusco se viene a comprender la historia inca y tratar de captar algo de aquella sabiduría, además de, claro, disfrutar de la belleza de la ciudad, con una hermosa Plaza de Armas rodeada de impresionantes edificios como la Catedral, la iglesia de la Compañía de Jesús y esas casas con balcones de madera que dan a la calle Plateros, y donde tomar un buen café al atardecer es un placer ante el cual el mismo inca Pachacútec se rendiría.

“¿Quieren que les explique lo que se puede ver aquí?”, nos pregunta una simpática niña que dice llamarse Alelí, que tiene 13 años y que nos puede contar muchas cosas alrededor del palacio de Inca Roca, o Hatun Rumiyoc, en el centro de Cusco. Y mientras vamos girando en torno al impresionante muro de piedra, nos cuenta las técnicas de construcción incas, cuyos muros resistieron todos los sismos, y la importancia de la serpiente, el puma y el cóndor en la cosmovisión andina, entre otras cosas. Y culmina explicando la simbología de la famosa piedra de los 12 ángulos. “Espero lo hayan disfrutado”, dice, sonríe y regresa en busca de otros turistas, dejándonos de regalo diez encantadores minutos.

Las calles animadas, el barrio bohemio de San Blas, el ambiente festivo y cosmopolita, son tan atractivos como el conjunto de ruinas que rodean la ciudad, encabezado por la monumental fortaleza de Sacsayhuamán, donde cada 21 de junio se celebra el Inti Raymi (Fiesta del Sol). Hay que perderse por las calles de Cusco esquivando a vendedores de todo lo imaginable que acosan a cada paso, y aunque alojarse en el hotel Monasterio sea un lujo para pocos, hay que al menos asomarse a contemplar este impresionante edificio del siglo XVI, que alberga el mejor hotel de la ciudad.

De Cusco salen las excursiones al Valle Sagrado, con poblados como Pisac –con un imperdible mercado–, Chinchero o Urubamba, y también los buses que, en unas 5 ó 6 horas, unen este ombligo del mundo con Puno, bien al sur, a orillas del lago Titicaca.

El lago y las islas



Aunque no es una ciudad pintoresca, Puno –“capital del folclore peruano”– está a orillas del lago navegable más alto del mundo (3.810 metros), y cerca de sus costas alberga uno de esos atractivos curiosos que figuran en cualquier mención turística del Titicaca: las islas de los Uros, una etnia que hace ya siglos decidió alejarse de las amenazas mudándose a islas flotantes hechas de totora, una caña que crece en las orillas.

Los tours desde Puno van rotando entre las más de 40 islas, para que todas reciban los beneficios del turismo. Al llegar a la que nos toca nos recibe Bonifacia, con su familia y una envidiable sonrisa, y nos muestra una pequeña huerta en la que cultiva unos pequeños papines. La vida de los uros depende absolutamente de la totora, ya que no sólo es comestible, sino que con ella hacen las islas, las viviendas, las embarcaciones, los colchones, las artesanías. El hombre de la familia explica cómo construyen las islas, capa sobre capa de totora –cuando llegan al sitio en que quieren quedarse, simplemente echan el ancla–, y cómo cada tanto tienen que ir renovando las capas que se van descomponiendo. Si hay una pelea con el vecino, la solución es sencilla, dice, y muestra un serrucho: “Uno corta la isla en dos y se muda navegando con su mitad”.

Hay mucho más para ver en la zona, como las islas Suasi, Amantaní y Taquile, conocidas por sus ancestrales técnicas de tejido y sus construcciones precolombinas; o las chullpas funerarias de Sillustani, pero nos espera el bus que, en unas 6 horas, nos dejará en Arequipa, la “ciudad blanca”.

Ciudad blanca y cóndores



Arequipa es la segunda ciudad del Perú, y sin dudas una de las más bellas del país, con su impecable centro colonial, blanco por razones de fuerza mayor. Sucede que tras los varios terremotos que fueron derribando la ciudad original, los edificios se reconstruyeron con sillar, una roca volcánica y blanca de la zona.

La blancura de Arequipa reluce bajo los rayos del sol mientras recorremos la ostentosa Plaza de Armas y las coloniales calles céntricas, rumbo al imperdible monasterio de Santa Catalina, una “ciudad dentro de la ciudad”, rodeada por gruesos muros. Este convento supo alojar a monjas de clausura de las más encumbradas familias españolas, y aunque aún viven aquí varias hermanas, hoy se pueden recorrer los laberínticos pasillos y corredores, caminar por las calles a las que dan las celdas en que vivían las religiosas –calles Córdova, Toledo, Burgos–, los claustros, el patio de los naranjos o la plaza Zocodober. Y todo bajo la inmutable silueta del volcán Misti, sereno guardián de la ciudad.

Pero regresamos temprano, porque nos convoca una excursión de dos días al Cañón del Colca, uno de los más profundos del mundo y donde, nos prometen, veremos cóndores en majestuoso vuelo. La combi nos busca temprano a la mañana, y partimos junto a un español, dos belgas y dos estadounidenses, por un camino que serpentea entre altas cumbres –llega a 5.000 metros de altura–. Luego de detenernos a admirar vicuñas y alpacas, y atenuar la altura con un té de coca, en unas 4 horas llegamos al pueblo de Chivay, en el impactante paisaje verde del Valle del Colca, donde las mujeres collagua llaman la atención con unos fantásticos vestidos delicadamente adornados con infinitos colores. Nos espera una tarde tranquila y la visita a las piscinas termales, con aguas a 37 grados entre montañas y valles.

Pero el segundo día salimos temprano rumbo a la Cruz del Cóndor, mientras vemos cómo, a mano derecha, el río Colca va quedando cada vez más abajo, y se va encajonando. En sus 100 km de largo, el Cañón del Colca discurre entre altos volcanes –como el Coropuna, de 6.613 metros– y en su parte más profunda supera los 3.000 metros hasta el lecho del río. En Cruz del Cóndor, distintas explanadas de cemento conectadas con escaleras y senderos asoman al abismo. “Hablen despacio y no hagan ruidos, que creo que hoy es un buen día y tendremos suerte”, nos dice el guía antes de bajar. Y tenía razón: a los 5 minutos aparece el primer cóndor, y de inmediato olvidamos aquellos consejos y gritamos de la emoción.

Entonces la mañana se transforma en una fiesta, y son varios los cóndores que van y vienen entre las montañas, y planean, majestuosos, entre las cumbres nevadas. Cuando pasan rasantes, a pocos metros de nuestras cabezas, alcanzamos a percibir el zumbido del aire entre sus plumas. Inolvidable.


Las líneas misteriosas



Es una noche de bus entre los 2.350 metros de altura de Arequipa y los menos de 600 de Nazca, en medio del desierto de la Pampa de Jumana en el que, en 1939, el científico estadounidense Paul Kosok detectó unas curiosas marcas en la tierra que consideró un sistema de canalización de agua. Sin embargo, se había topado con uno de los más grandes misterios del planeta, aún irresuelto: las enigmáticas líneas de Nazca, una serie de enormes figuras talladas en el desierto que sólo cobran sentido vistas desde la altura. Hipótesis hay varias –canales de riego, ofrendas a los dioses, sitios para rituales–, pero explicaciones certeras, ninguna. Ese enigma –quiénes las hicieron, cuándo, para qué– es el que las vuelve tan atractivas.

Apenas bajamos del bus nos acosan con ofertas: excursiones, sobrevuelos, recorridos, visitas al museo, tours por las líneas y los alrededores, visitas a la reserva de Paracas; todo sin mover un dedo. Prevenidos de que no contratáramos nada en la calle, entramos en la primera agencia que vemos y acordamos un sobrevuelo para dentro de un par de horas. Sólo el día anterior nos habíamos enterado del lado negro de esta aventura: en los últimos años hubo varios accidentes, aunque a comienzos de 2011 un “reordenamiento” de empresas dejó operativas a sólo 4 ó 5 que, se supone, están ahora bien controladas.

Igual no podemos olvidar las dudas mientras subimos a la pequeña avioneta –cinco pasajeros y dos pilotos– que en unos 30 minutos sobrevuela el Astronauta, la Araña, el Colibrí, el Mono y otras figuras gigantes perfectamente dibujadas en la tierra árida. Quienes prefieran no arriesgarse o ahorrar unos cuantos dólares pueden hacer excursiones hasta unas torretas-miradores junto a la ruta Panamericana, desde las que se divisan algunas figuras.

El sabor de Perú



Pero, con la vista llena y los enigmas a flor de piel, nuestro itinerario nos pone de nuevo en un bus que en unas 7 horas nos lleva de regreso a Lima, para un final de viaje como Perú merece: gastronómico. Y en Astrid & Gastón, el famoso restaurante creado por el chef Gastón Acurio en el barrio de Miraflores, que bien puede utilizar para sí aquel viejo eslogan de “caro, pero el mejor”.

Aquí los típicos productos de la cocina peruana adoptan formas y combinaciones inimaginadas, dando como resultado platos como paletilla de cabrito lechal orgánico confitada entera, puré batido de loche, papitas confitadas con sus guisos o lomitos rosados de atún forrados de especias del mundo, espuma de coco y salsa de tamarindo y huacatay.

Saboreando aún semejantes manjares, y a manera de despedida de este mágico Perú “hijo del sol”, elegimos la parte de Lima que más nos gusta, o al menos a mí: ese largo y sinuoso malecón que corre por la cima de los acantilados, de cara al mar y entre la eterna bruma que envuelve siempre la costa limeña. Entonces, casi sin querer, me viene a la cabeza aquel “Bello Durmiente” que Chabuca le dedicaba a su Perú amado: “Y el gris, soberbio manto, de tu costa, que al subir por los cerros, en colores se torna”.

Por Pablo Bizón para Clarín, Junio de 2011.-

lunes, 13 de junio de 2011

Amsterdam en siete pasos...


Barrios emergentes, tendencias gastronómicas y sitios que hay que ver, en la efervescente capital holandesa...



1.- Decepción y sorpresa. "Restaurant Eleven." Se supone que es tan famoso que ese nombre, sin calle ni nada, debería bastar como instrucción para el taxista. Pero el taxista no tiene idea. "¿Chinese Restaurant?", pregunta y, sin hacer caso, se detiene en el Sea Palace (Oosterdokskade 8; www.seapalace.nl ), un restaurante chino flotante. El 11 puede haber sido fantástico, pero ya no existe. Cerca está la Biblioteca Central (Oosterdokskade 143; www.oba.nl ) que compensa el viaje en taxi y la decepción. Es la más grande de Europa y más que biblioteca parece una universidad del futuro. Lo mejor está por venir: en el séptimo piso de la biblioteca está La Place ( www.laplace.nl ), un autoservicio con una vista panorámica incomparable de la vieja Amsterdam. El menú tiene desde vegetales salteados hasta kuchenes de primera. Un hallazgo notable si se está en la terraza cuando atardece sobre Amsterdam.

2.- El hombre del momento. Cuando descubre a la periodista que, accidentalmente, está en su grupo de amigos, Janwillem Sanderse se entusiasma, saluda con tres besos y vuelve a su cerveza con dos dedos de espuma. En Holanda, explica, si no se sirve así, la cerveza está muerta. Sanderse es diseñador y una especie de hombre del momento en la ciudad: su tienda fue destacada en una nota de The New York Times dedicada a lo nuevo de la vieja Amsterdam. Store Without a Home (Cabotstraat 1; www.storewithoutahome.com ) comenzó como un espacio de exposición en IJburg, un suburbio en el norte de Amsterdam, y pasó a convertirse en tienda ambulante y galería (por eso el nombre) donde exhiben muebles, lámparas y cojines, además de moda y joyería de extravagantes marcas como Marimekko y Donna Wilson. Hoy está en De Baarsjes, un barrio hasta hace poco más conocido por su historial de delincuencia que, incluso, obligó a los propios vecinos a iluminar sus calles. "Para darle energías positivas al lugar", dice Sanderse, que recomienda la floreciente oferta local de cafés, restós y bares. Como el Edel (Postjesweg 1; www.edelamsterdam.nl ), de cocina mediterránea francesa, que funciona en una antigua escuela de joyería -hoy monumento oficial- que tiene una bonita terraza. O como el pionero Café Cook (James Cookstraat 2; www.cafecook.nl ), muy bien ubicado en la plaza Jan Maijenstraat, diseñada por el arquitecto holandés H. P. Berlage y donde se celebran eventos culturales como el festival Jan Maijen Buurt.

3.- La fábrica de artistas. Era un importante motor industrial para la ciudad y ahora es el lugar de moda para artistas, escritores, actores y diseñadores cool . El Parque Cultural Westergasfabriek (Haarlemmerweg 8-10; www.westergasfabriek.nl ), en Westerpark, funciona en una ex fábrica de gas, un edificio de ladrillo rojo preservado gracias a los okupas que lo usaron para vivir. Ahora, aquí hay sitios alternativos como Ketelhuis (Pazzanistraat 4; www.ketelhuis.nl ), un galpón que sirve de cine y que tiene en el primer piso una cafetería con paredes de cemento. Westergasfabriek también tiene varios bares, restaurantes y cafés que abren sus terrazas. Ahí mismo se hacen exposiciones y muestras culturales al aire libre.



4.- Algo que nadie dice sobre las bicicletas. Amsterdam es famosa por sus bicicletas, todos tienen una, y una recomendación clásica es recorrer la ciudad en ellas. Lo que nadie dice es que los locales logran sorprendente velocidad con sus pedales, manejan con los audífonos puestos y hay que andar esquivándolos.
La mayoría de las bicicletas son modelos antiguos, pesados, para ciudad. Con freno torpedo (se accionan con el pedal) y asientos altos que pueden hacer pasar un mal rato a cualquiera que mida alrededor de 1,60 m. Las bicicletas con freno de mano siempre son más caras para alquilar y no hay mountain bikes disponibles porque las rutas son planas. El consejo local es ponerle dos candados para estacionarla: siempre se van a robar la que parezca más fácil.
Puede alquilarlas en Macbike ( www.macbike.nl ), un galpón pegado a la Central Station. Pruebe las de Mike's Bike Tour (Kerkstraat 134; www.mikesbiketoursamsterdam.com ) que alquila bicicletas con freno de mano, por el día, a 12 euros. Si primero quiere practicar, Yellowbikes ( www.yellowbike.nl ) alquila bicicletas por dos horas a 6 euros.

5.-Little Argentina 9 Street ( www.de9straatjes.nl ). Son nueve callecitas de culto, con tiendas muy chic. De todas las vitrinas se hace notar la de Fashion Flairs: parece ser la única con un perchero con prendas en liquidación y precios desde 14 euros (Berenstraat 26; www.fashionflairs.nl ). Posiblemente Máxima sea la argentina más famosa del país, pero no la única: en las calles que rodean la plaza Dam ahora se ven tantos restaurantes argentinos que parece La Boca. La chica que atiende en Fashion Flairs apunta dos buenos datos: el nuevo Café-Bar Italia (Rockin 81-83; www.bar-italia.nl ) y Jimmy Woo (Korte Leidsedwarsstraat 18; www.jimmywoo.com ), un club nocturno tan de moda que lo recomiendan en todas partes.
Como la avenida Rockin está en plena remodelación, el Cafe-Bar Italia es una cápsula de silencio. Tiene varios ambientes, comida italiana y un café que, dicen, es el auténtico espres so italiano (la carta además tiene sándwiches y pizzas desde 6 euros).

6.-El negocio de la nostalgia. El café Brecht (Weteringschans 157; www.cafebrecht.nl ) parece el living de una casa berlinesa de los años cuarenta. Sillones envejecidos, lámparas prendidas al mínimo, loza de porcelana. El café, llamado así en homenaje al poeta Bertolt Brecht, tiene un menú alemán con pretzels, apfelschorle (agua mineral de manzana) y cervezas alemanas.
El Brecht es un buen aperitivo antes de ir a Jordaan, el barrio que se ha renovado de manera curiosa: con muchas tiendas alternativas como Kitsch Kitchen (Rozengracht 8-12; www.kitschkitchen.nl ), que tiene accesorios plásticos, manteles de hule y varias chucherías. En la calle Leliedwarsstraat se han concentrado los locales de muebles con decoración para la casa y accesorios vintage (sombreros, zapatos, guantes) que parecen de nobles holandeses del pasado. En Jordaan también hay entre las casas hofjes, que son plazas secretas interiores (las entradas las conocen sólo los locales) de frondosos jardines que hacen retroceder en el tiempo.

7.- After hour a la holandesa. Después de las 18 es imposible encontrar una tienda abierta. Luego, la cena y, si la ocasión lo amerita, el resto es descanso, una buena cerveza y algo de música electrónica en los clubes de moda (Paradiso, en Leidseplein, o Escape, en Rembrandtplein), donde quizás escuche a Armin Van Buuren, el mejor DJ del momento. Una alternativa es el, muy design, Bar Ça (Marie Heinekenplein 30-31; www.barca.nl ). Este café y pub catalán está tan de moda que no vale la pena ir sin reserva. Queda en el barrio Pijp, lleno de buenos sitios para tomar algo, pero mala alternativa si quiere comer y son cerca de las 21. De las pocas opciones, la más recomendable está a unos pasos: el renovado Mamouche (Quellijnstraat 104; www.restaurantmamouche.nl ), que mezcla sabores del norte de Africa con la cocina francesa.
Muriel Alarcón L en La Nación.
 (El Mercurio, de Santiago. Grupo de Diarios América).-

martes, 7 de junio de 2011

BUENOS AIRES: 15 Restaurantes para comer por $ 50...

Para que no te quedes mudo cuando te preguntan ¿a dónde vamos?, te recomendamos lugares en los que vas a comer y pasarla bien a buen precio. ¿Sumarías algún otro a la lista? Contanos cuál?
1 Malvón
¡Chauchísimo! Dos acogedores salones (con patio) y pastelería artesanal, pulgares arriba. Si pasás un domingo al mediodía, es un error no brunchear con la excusa de probar el popover: una masa de huevo hueca rellena de brie y espinaca. Si Dios tiene nalgas, son así.
Serrano 789, Villa Crespo | Tel.: 3971-2018.

2 Le Bistrot de la Alianza Francesa
Un afrancesadísimo Telerman sonreiría ante un humeante plato con la especialidad de la casa: cazuela de merluza, espinaca, fondo de cebollas glaseadas y más. Di oui.
Av. Cordoba 946, primer piso, microCentro | Tel.: 4322-0068.

3 La Mezzetta
El exagerado dirá que cada porción de mozzarella lleva, mínimo, 200 gramos de queso encima. Un derroche calórico y de sabor que no sabe de etiquetas ni tendencias. En el ranking de lo in y lo out, La Mezzetta no tiene nada que hacer y se convierte en el hit de siempre: la mejor fugazzeta porteña. A otro perro con ese deli.
Av. Alvarez Thomas 1321, Chacarita | Tel.: 4554-7585.

4 Club Eros
No por clásico vamos a pasarlo por alto. Cuando no hay ímpetu de pensar dónde comer, el club Eros musicaliza una cena con un fulbito en el patio y el chisporrotear de un jugoso bife de chorizo recién apoyado en el plato. No pidas variedad, velocidad o silencio. Alma de bodegón y corazón contento. Además, en el medio de Palermo.
Uriarte 1609, Palermo | Tel.: 4832-1313.

5 Salgado Alimentos
Si llegás tarde a almorzar a esta fábrica de pastas reconvertida, es fija: tendrás que esperar parado. Pequeño, sencillo y frecuentadísimo. Se respira cierto apuro, pero a que los raviolines de batata y cheddar no te duran nada en el plato. Sabores intensos para el amante de la pasta. Y también decile sí a la sugerencia albondiguil.
Ramirez de Velasco 401, Villa Crespo | Tel.: 4854-1336.

6 Le Blé
Virtuosos del amasado, los de Le Blé se lo toman en serio y devuelven uno de los mejores panes de Buenos Aires. Y hasta te dan clases si querés. Pedite un tazonazo de café con leche y quebrantá el protocolo más acartonado remojando una croissant.
Av. Alvarez Thomas 899, Chacarita | Tel.: 4554-5350.



Para que no te quedes mudo cuando te preguntan ¿adonde vamos?, te recomendamos lugares en los que vas a comer y pasarla bien a buen precio. ¿Sumarías algún otro a la lista? Contanos cuál


7 Café Crespín
Lo suficientemente neoyorquino como para no chocarse entre mesas. La novedad de Villa Crespo le pone buena intención y se presta para la merienda tardía. "Estoy para algo salado": un sánguche de gravlax y queso crema y un vaso de cerveza no se le niega a nadie.
Vera 699, Villa Crespo | Tel.: 4855-3771

8 M. Masamadre es con M
Para los de paladares deseosos de los sabores potentes. La vedette son los salteados, y aunque la carta es acotada, en la variedad está el gusto. Hay panadería artesanal.
Olleros 3891, Chacarita | Tel.: 4554-4555.

9 Cusic
Los tags: liviano-tranquilo-fresco. Con nombres de platos como ultrabrotéica o bebidas como hidromiel, Cusic se vanagloria del constante cambio: tienen un menú de tres pasos que cambia a diario y nunca se repite. Hay tabulé de quínoa, OK, pero también un sacudón con un bagel con carne asada, gouda y chucrut.
El Salvador 6016, Palermo | Tel.: 4139-9173.

10 bBlue
La ensalada b-Salmón resignifica el término "clase b": OK, bajo presupuesto, pero efectos especiales de primera. Los sánguches no defraudan. Sería delinquir si vas y te pedís una gaseosa: los jugos y, sobre todo, los licuados son lo más. Ellos: "Los mejores jugos de la ciudad". ¿Y si tienen razón?
Armenia 1692, Palermo | Tel.: 4831-7024.

11 La Prometida
Se presta para el dominguero que gusta de almorzar al solcito. Bonita deco, mesas en la calle y escasas pretensiones (por suerte, el "timbal de arroz" agoniza en la oferta de restaurantes). Clavate un trago de ron, jengibre y miel mientras esperás tu plato. Además, gana por falta de oferta en la zona.
Delgado 1189, Colegiales | Tel.: 4554-0786.

12 Buenos Aires Verde
Vegetariano, sano y rico. El menú del día cuesta 30 pesos y ahora que llega el frío, el guiso de avena, verdura y calabaza (más canela) está para aprovechar. Hay pastelería integral y té. Dato para los fieles al movimiento de la raw food: ¡es acá!
Gorriti 5657, Palermo | Tel.: 4775-9594.

13 La Más Querida
Hay quienes disfrutan de la pizza al molde y hay adictos al crack que hacen una buena masa finita. La Más Querida es una mancha más al tigre porteño lleno de pizzerías, pero no. Y si siempre te pedís esa con rúcula, ¿por qué no la pedís acá?
Echeverria 1618, Belgrano | Tel.: 4788-1455.


14 Arepera Buenos Aires El primer restaurante de comida venezolana de Buenos Aires invita por único, sí, pero por rico también. Encontrar una arepa (tortilla de harina de maíz) por aquí es tarea imposible, por eso el restaurante se toma el trabajo de procesar su propia harina. Todo en favor de que uno recorra Caracas con las papilas gustativas.
Av. Estado de Israel 4316, Almagro | Tel.: 15-6463-1229.


15 Voltaire
Pepepé: pollo, panceta y palta en pan de ciabatta y cuidado con los dedos cuando muerdas. Ambiente muy agradable y en medio del masivo descubrimiento porteño de... la limonada, Voltaire se lleva las palmas en retórica facebookeana: "Me gusta".
Carranza 1946, Palermo | Tel.: 4777-4132.

Fuente: Bilo Zacagnini para Revista Brando y mapasbsas.com.ar


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