La llaman “la Ciudad Blanca” porque las rocas de sillar (tufo volcánico consolidado de color blanco) constituyeron la principal materia prima para la construcción urbana. Pero Arequipa también es blanca porque su pueblo es mestizo, es blanca porque recibió la influencia de la inmigración alemana, italiana y española que produjo una mezcla cultural que convirtió al departamento que vio nacer a Mario Vargas Llosa en un lugar diferente dentro de la zona que la rodea, una región agrícola todavía autóctona. Arequipa va y viene como un péndulo entre lo español y lo americano, entre lo indígena y lo mestizo, entre Europa y el Altiplano.
Los volcanes Misti (maestro en quechua), Chachani (vestido de blanco, porque siempre está bañado en nieve) y Pichu Pichu (picos o cerros montañosos) vigilan la ciudad desde tres vértices. A veces humean, en otros tiempos entraron en erupción, pero principalmente siguen siendo los tres grandes Apus de la ciudad, los dioses masculinos, los que dan vida. Se los considera fértiles porque son fuente de agua durante todo el año, alimentan al río Chili y permiten que aún hoy se utilicen sistemas de riego preincaicos que desvían de las aguas del deshielo. Será la Pachamama, entonces, la mujer de los mil vientres, el lugar donde la vida es posible.
El carácter divino de esta región del Altiplano se manifiesta en la zona de la campiña arequipeña y hacia el Cañón del Colca; los verdes de los cultivos cortan el árido paisaje que es la continuación del desierto de Atacama, en el norte de Chile, y la producción en terrazas se mantiene como hace más de 500 años.
Antigua y de clausura
Frente al poderoso sol del Altiplano, el sillar –una piedra porosa y fresca– mantiene las casas frescas. Además, su tallado es la característica fachada de las iglesias de Arequipa y alrededores, marca registrada del sincretismo latinoamericano. Todas estas construcciones son antiquísimas, en una zona muy golpeada por los movimientos de las placas tectónicas. Por este motivo, en promedio, cada cien años se deben restaurar o reconstruir numerosos edificios.
El Monasterio de Santa Catalina de Siena es un buen ejemplo, pequeña ciudad dentro de la gran ciudad. Desde fines del siglo XVI el monasterio de clausura alberga a mujeres –generalmente viudas– o niñas –las hijas menores de las familias que ingresaban como internas desde los 12 años– que se entregaban a la oración y morían para el mundo exterior. Todavía sucede así, lo que le agrega mística a la visita porque hay que tener cuidado de no penetrar en un ambiente donde alguna de las monjas esté trabajando o rezando. Lo particular de este edificio es que se fue construyendo durante cuatro siglos y se transformó en este submundo, que se mantuvo cerrado al exterior durante 400 años. Todavía conserva el hollín la cocina donde las sirvientas de las consagradas cocinaban el pan, o las piletas donde les lavaban los hábitos. Sí, las monjas podían entrar hasta con tres sirvientas y vivían en una suerte de departamentos, hoy convertidos en museo. Además debían entregar una dote, requisito que ya no se exige. También se visitan zonas aún en funcionamiento, como la “sala de decisiones”, o el taller, o el ala de la iglesia que, tras rejas, se reserva para ellas. Un mundo abierto a la fantasía y que enfrenta directamente con lo que fue la España colonial.
En cada rincón del casco antiguo se nota la mano aborigen, se siente el esfuerzo –principalmente esclavo- de artistas americanos que crearon en función de las nuevas creencias que trajeron los españoles. El arte, sobre todo la pintura, fue una herramienta pedagógica imprescindible para la corona española; en Arequipa, particularmente, lograron hacer una relectura de los simbolismos de las Sagradas Escrituras.
Por momentos, caminar por los monasterios de Santa Catalina o Santa Teresa recuerda a la Europa clásica, donde todo cuadro o escultura es una interpretación sacra. Pero con un guía atento se van descubriendo pequeñas sutilezas. Un ejemplo memorable es la firma de un pintor de la escuela cuzqueña que, a lo Velásquez, se pinta dentro de la escena como una forma de reclamo.
El setenta por ciento de los habitantes de Perú son católicos y el número de iglesias y las riquezas que atesoran lo explica: sólo en la ciudad vieja se construyeron 18 iglesias, siempre de las órdenes de los dominicos, franciscanos y jesuitas. El arte cuzqueño –y americano en general– es recargado de oro y lleno de detalles. También lo son los elementos litúrgicos, como los que se exhiben en Santa Teresa: una custodia (donde se coloca a la ostia consagrada para la adoración) hecha de oro y decorada con 2 mil perlas, 236 diamantes y unos cuantos topacios, o como el Cristo tallado en carey, ébano y marfil.
Arequipa fue una ciudad muy rica, y la buena conservación y puesta en valor de varios de sus centenarios edificios lo demuestra. La Casa del Moral del siglo XVIII perteneció a una familia aristocrática, pero su último ocupante fue el cónsul inglés Arthur Howell Williams. Aún se conservan intactas varias habitaciones. Este tipo de casas solariegas de una sola planta son un clásico de la arquitectura arequipeña, que se repite en la Casa de Tristán del Pozo, la Casa de la Moneda y la Casa Iriberri.
Con aire misti
Los arequipeños son muy orgullosos de su cultura e historia, con fama de considerarse diferentes al resto de los peruanos. Este sentimiento vibra en el barrio de Yanahuara, una zona declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, que albergó a escritores y artistas y al espíritu más “misti”, más lugareño. En el mirador desde donde esta zona de la ciudad mira hacia el valle, se leen frases en las arcadas como la siguiente, escrita por Alberto Hidalgo: “Ciudad con fisiología de Sevilla, pues donde cae un desacierto brota enseguida una revolución”, o como la de Jorge Polar: “Años se ha batido Arequipa bravamente para conquistar instituciones libres para la Patria, no se nace en vano al pie de un volcán”.
Es interesante mirar los rostros mestizos, blancos o con rasgos orientales, y preguntar a algún lugareño sobre su origen. La respuesta seguramente será: “En Arequipa somos todos una mezcla de razas y culturas”.
Las picanterías resisten
Las picanterías son para los arequipeños lo que un bodegón es para un porteño. Cocina típica, de calidad y a precios accesibles –hay excepciones–, fueron testigos de reuniones de bohemios y políticos, y de la transformación de las costumbres culinarias. Nacieron como chicherías, sitios donde los hombres bebían chicha de jora, un aguardiente precolonial resultado de la fermentación del mosto de maíz. Entonces también fueron un bastión de resistencia ante el vino y la cerveza que poco a poco le sacaron protagonismo. De todos modos, hoy se sigue sirviendo chicha, una buena manera de levantar el espíritu y encarar a “un solterito de queso” –una ensalada fría con queso, pero sin carne– y como plato de fondo un rocoto relleno, un ají fuerte relleno de carne de res o cerdo bien picantón. En fin, las picanterías absorbieron a las chicherías y les agregaron mayor comodidad y un menú más amplio sin perder el toque de picor. Hoy hay más de seis picanterías originales y muchos restaurantes con cocina típica. El conocido chef peruano Gastón Acurio tiene una propia frente al Monasterio de Santa Catalina.
Por Mariana Jaroslavsky para Diario Perfil, marzo 2010.
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