miércoles, 10 de marzo de 2010

Rocsen...museo polirubro..

Un antropólogo francés fundó en 1969 el museo más excéntrico de los cordobeses. El Rocsen exhibe 22 mil objetos. Un paseo asombroso.

Piedra Santa. Eso significa “rocsen” en celta. El friso de 49 esculturas externas representa a los hombres que dejaron huella.


Si hay una Córdoba de fernet y cuartetazo, hay también una Córdoba (otra) que no se ve tan fácilmente y pide al viajero tiempos de otro siglo. Es justamente ahí, en esa versión más quieta de la provincia en la que (a cinco kilómetros de Nono, en el departamento de San Alberto) se levanta el Museo Rocsen. Y nunca más indicado el verbo, porque eso es lo que siente el caminante al distinguirlo: que al dar vuelta el camino, salido de la nada, un gigantesco mamotreto de tonos rojizos se alza, se pone en puntas de pie contra el cielo inexorablemente celeste. En la fachada, la primera ráfaga de asombro: debajo de la leyenda “Museo Rocsen” (una palabra celta que significa piedra santa), un friso de 49 estatuas de tamaño natural rinde homenaje a varias de las figuras que más aportaron al desarrollo del pensamiento humano. Jesús, Buda, Copérnico y Martin Luther King, entre otros, son de la partida, pero –por decisión del impulsor y dueño del museo, el francés Jean Jacques Bouchon, quien también diseñó las estatuas– aquí no hay guerreros ni conquistadores. Nadie que haya derramado sangre. Es que, en palabras de este espíritu inquieto que llegó a acopiar a lo largo de su vida más de 22 mil objetos expuestos hoy aquí, “sólo la cultura, la paz y el amor podrán darle fin al sufrimiento humano”. Con esa idea en mente, Bouchon imaginó primero y concretó después un museo multitemático, en donde aun quienes no suelen visitar espacios de este tipo se sintieran a gusto. Es por eso que en sus salones todo parece tener cabida: mariposas extrañas (la colección incluye un millar de ejemplares), fósiles de esos que dejan a los chicos con la boca abierta, instrumentos musicales, libros, tejidos, esculturas, pero también máquinas de vapor, “rincones” en los que se representa el modo de vivir de los seres humanos en distintos lugares del mundo, mapas antiguos, armas no menos añosas, caracoles gigantescos y también diminutos, cámaras de la infancia de la fotografía, carruajes...






El listado marea, pero el Rocsen se vuelve un oasis fresco y entretenido, en donde –de no abrir bien los ojos– uno corre el riesgo de perderse alguna maravilla en medio de semejante avalancha de cosas. Perderse, por caso, un ejemplar del primer libro de bolsillo –el Petrarca, editado en Venecia en 1546– o, en la sección El Mar, una ostra australiana que llegó a pesar 140 kilos y a vivir 400 años. O, para seguir con las encantadoras rarezas, dejar de ver un “lacrimatorio”. Es decir, un pequeño cuenco de vidrio, encontrado en Egipto y fechado en torno al siglo II, en donde los primeros cristianos recogían sus lágrimas para ofrecérselas a Cristo. Pero tampoco hace falta seguir enumerando. Todo en este sitio desconcertante es así: desaforado, curioso, extinto o único. Tal vez por eso el Rocsen, la “piedra santa”, a tres décadas de su inauguración se ha convertido en otra cosa. Se ha vuelto piedra imán, una capaz de atraer a viajeros de todo el mundo hasta sus salas, de donde todos se van planeando volver.






El niño y las piedras

Si la leyenda es verdadera, Jean Jacques Bouchon tuvo los primeros síntomas de su pasión coleccionista cuando, con nada más que tres años, regresaba a su casa con los bolsillos explotando de piedras, insectos, hojas raras. Su madre optó por cosérselos, pero ni así hubo caso. Cinco años más tarde, dio con su primera pieza de colección: un soldadito de terracota, romano. Ya no se detuvo. Luego de la Segunda Guerra Mundial, y perdida la vieja finca familiar llamada Rocsen, llegó a Buenos Aires. Traía entre sus petates un título en Antropología, ocho toneladas de objetos de colección y un sueño: fundar su propio museo. Lo hizo el 6 de enero de 1969, sobre un predio de 1.530 metros cuadrados y, desde entonces, todos los días del año, desde el amanecer hasta la caída del sol, (no tiene luz eléctrica) el sitio permanece abierto. Los grupos de estudiantes no pagan entrada.
Por Fernanda Sandez para Perfil, marzo 2010.

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