jueves, 28 de octubre de 2010

Corazón de Europa...

Es fácil rendirse al encanto de un país con castillos en cada peñón, arquitectura deslumbrante, buena cerveza y pueblos que parecen sacados de un cuento. De Praga a Karlovy Vary, Olomouc y más...




PRAGA.- La mejor manera de entablar una conversación en República Checa es hablar sobre hongos. Así como en la Argentina el tema comodín por excelencia es el fútbol, en este boscoso país de Europa oriental, la típica línea de introducción a una charla -sea con amigos o desconocidos- es ¿qué tal los hongos?

La recolección de trufas y champiñones silvestres, en familia y con canastita en mano, es de hecho el hobby nacional de los checos, una pasión casi comparable con la de tomar cerveza: son los mayores consumidores del mundo de esta bebida, que aquí se dice pivo y se sirve en todos lados, a toda hora.



Es difícil encasillar a este pueblo y a este país, que en rigor existe apenas desde 1993, cuando Checoslovaquia se escindió en República Checa y Eslovaquia sin derramar una gota de sangre (a diferencia de lo que sucedió con Yugoslavia, por ejemplo; a esta división pacífica se la llamó el divorcio de terciopelo). Antes de eso fue protectorado de Bohemia y Moravia, perteneció al Sacro Imperio Romano y al Imperio Austro-Húngaro, pasó por el yugo nazi y soportó 40 años de opresión comunista. Ni hablar de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y de los conflictivos años de la Contrarreforma, de las contiendas mundiales o de la Primavera de Praga, entre otras calamidades de su accidentada -y riquísima- historia.


Es un milagro, realmente, que una ciudad como Praga haya conservado prácticamente intactas la mayoría de sus construcciones, algunas tan antiguas como la iglesia románica de San Jorge, fundada en el año 920 y en cuya nave principal se conservan tumbas de la dinastía premyslida, la primera dinastía real checa.



Viaje en el tiempo
Caminar por Praga es, efectivamente, un viaje por una línea de tiempo y de estilos arquitectónicos que lo abarcan todo, desde el gótico y el rococó hasta el cubismo o el funcionalismo, pasando por el art nouveau -el checo Alfons Mucha, uno de sus máximos exponentes, cuenta con museo propio en la ciudad- o los diseños osados de Frank Gehry. Quién sino el arquitecto del Guggenheim de Bilbao podía concebir el sinuoso edificio que desafía las clásicas cúpulas y los señoriales departamentos que bordean el río Moldava. Conocido como la Casa Danzante, Ginger y Fred o, entre sus detractores, como Pata de Elefante, este ícono de la arquitectura moderna (fue concluido en 1996) puso los pelos de punta a no pocos praguenses, que hasta el día de hoy despotrican contra la inconfundible obra de la calle Ressovla.

De los años del comunismo quedan en pie construcciones meramente funcionales, mamotretos que poco agregan a la rica edificación local. Aunque una mención aparte merecen los Panelaky, especie de monoblocks prefabricados en los que viven uno de cada tres checos, en las afueras de la capital (los precios de las casas del centro se han ido a las nubes, y muy pocos praguenses pueden darse el lujo de adquirir una). No se ven en las típicas postales de Praga, pero los Panelaky son parte inconfundible de su paisaje, sobre todo desde que la Unión Europea destinó fondos para refaccionarlos y pintarlos de colores alegres. Porque solían ser grises, claro, como la mayoría de los edificios de la ciudad, que a partir de los años 90 se sometió a un impresionante lavado de cara (hasta se pasó cera a las cúpulas, que ahora brillan como nunca).

La reconstrucción, sumada al ingreso del país a la Unión Europea (2004) y al hecho de que, en comparación con Europa occidental, República Checa resulta más económica (también en parte a que aún no adoptó el euro y se maneja con coronas), desató un boom imparable de turismo. El país, de 10 millones de habitantes, recibió en 2007 9 millones de visitas (últimas cifras disponibles), con alemanes y rusos a la cabeza.

Si uno logra abstraerse de las masas de turistas que rebasan la ciudad (por todos lados se ven los guías de tours con paraguas en alto para llamar la atención de su grupo), el centro histórico de Praga resulta un paseo abarcable, y es imposible no rendirse a sus encantos. Pero Praga también puede marear a un recién llegado, que tal vez no sepa por dónde empezar y se sienta abrumado por la cantidad inagotable de recorridos, monumentos y referencias históricas.

Porque a cada paso, en cada dirección cardinal e incluso en lo alto (se dice que Praga es la ciudad de las 100 torres, pero en realidad tiene más de 500) surge un palacio, una plaza, un edificio emblemático, una placa que dice Acá se juntaban Franz Kafka, Max Brod y Albert Einstein a tocar música, un café que solía frecuentar el escritor checo (el neoclásico Café Louvre) o una calle como la que homenajea a Jan Nerudova, poeta bohemio de quien tomó su nombre Pablo Neruda.

Y uno puede estar en el corazón de Josefov, el Barrio Judío -formado por seis sinagogas y el cementerio antiguo-, con toda su carga emotiva (en las paredes de la sinagoga Pinkas, por ejemplo, están grabados los nombres de los 77.297 judíos checos asesinados en el Holocausto) y en minutos salir caminando por Pariszka, la calle de las grandes marcas y grandes precios: Vuitton, Rolex, Hermès, Prada, Moschino...



Otro mundo aparte, también, es el puente de Carlos IV, el más famoso de Europa central. Hay que armarse de paciencia para cruzarlo: son apenas 500 metros que, sin embargo, están constantemente desbordados de turistas, vendedores de artesanías, mimos, músicos y mendigos. Un mundo en constante ajetreo que se desarrolla bajo la mirada impávida de un conjunto de estatuas barrocas, y que desde 1402 une las dos mitades de la ciudad. Pero vale la pena atravesarlo: mirando en ambas direcciones regala un espectáculo único de campanarios góticos, cúpulas barrocas, fachadas renacentistas y atardeceres de película.

Carlos IV, que gobernó entre 1346 y 1378, fue un gran impulsor de las artes y las letras, y las numerosas construcciones que se levantaron durante su reinado convirtieron a Praga en la mayor ciudad de la Europa medieval. La plaza de Wenceslao, que en realidad más que un plaza es el gran centro comercial y político de la ciudad, fue por ejemplo proyectada por el monarca (hoy es un buen lugar para comer una salchicha con pepinos avinagrados en alguno de los múltiples puestos callejeros).

Ciudad dentro de una ciudad
Aunque el verdadero corazón de la capital está en Staromestská, la plaza de la Ciudad Vieja, un inmenso espacio urbano rodeado de palacios, mansiones e iglesias como la célebre Nuestra Señora de Tyn. Testigo de ejecuciones y revueltas, en la plaza también se encuentra la estatua de Jan Hus, predicador religioso que fue quemado en la hoguera por sus ideas reformistas. O el Reloj Astronómico que da la hora desde 1410 (cada hora en punto, aparecen las estatuas de los 12 apóstoles), una obra maestra de la ciencia y la técnica del gótico checo. Cuenta la leyenda que su creador, Hanus, fue dejado ciego por los gobernantes de la época para que no repitiera su obra lejos de Bohemia, aunque esto es algo difícil de comprobar.

Junto con el puente de Carlos y la plaza Staromestská, el monumento más visitado de la ciudad es el castillo de Praga, antigua residencia de los soberanos checos y actual sede presidencial.

Es una ciudad dentro de una ciudad, donde además del Palacio Real y la catedral se suceden otros palacios, una basílica románica, fortificaciones y hasta un museo del juguete. Es verdaderamente gigante; según el Guinness, es el castillo medieval más grande del mundo.



Desde sus alturas se puede bajar caminando hasta Mala Strana, barrio cool con cafecitos, hoteles boutique y tiendas de antigüedades.

Pero como toda ciudad importante, Praga también tiene sus sitios tranquilos, alejados del turismo masivo y de las tiendas de suvenires. Hay que salirse de las arterias principales y lanzarse a descubrir calles alternativas, tabernas escondidas, galerías de arte, parques o clubes de jazz (los hay, y muchos). Tomarse el tranvía, que por sólo 24 coronas (un euro) atraviesa la ciudad siguiendo el curso del río Moldava. Hacer una parada en un bar, pedirse una pivo, un plato de cerdo con knedliky (bolas hechas de pan o papa; atención que éste no es el país más indicado para vegetarianos) y absorber el ambiente. Y si el checo no fuera tan pero tan complicado, seguramente se podría participar de la conversación de la mesa de al lado. En una de esas, quién sabe, se esté hablando de la recolección de hongos del fin de semana.

Por Teresa Bausili para La Nación, octubre de 2010.

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