miércoles, 4 de noviembre de 2009

Descubriendo Jujuy... Argentina!

Julián Varsavsky propone, a través de un detallista y seductor relato, un itinerario por Jujuy que revela experiencias, paisajes, colores y sonidos alejados del tradicional recorrido por la provincia norteña. De la Quebrada de Humahuaca a la Puna, con la toreada de Casabindo como parada indispensable, hasta una cabalgata por la selva de las Yungas, Jujuy no deja de sorprender.

Hace unos años, regresando a la Argentina desde Bolivia, crucé la frontera por Jujuy y en La Quiaca me topé con un cartel no exento de ironía: “Bienvenidos a La Quiaca. Ushuaia 5.121 km”. La frase me remitió a su contraparte, una similar que había leído en otro cartel en la Bahía Lapataia -donde más o menos se acaba la Argentina-, en el Parque Nacional Tierra del Fuego: “Aquí termina la Ruta Nacional 3. Buenos Aires 3.063 km. Alaska 17.848 km.”. Pero lo verdaderamente curioso de esto es que dos paisajes ubicados en dos extremos opuestos –uno en el norte y otro en el sur- puedan despertar sensaciones tan parecidas.

Igual que en la Patagonia, en la Puna jujeña uno puede quedarse pasmado ante la imagen de una planicie infinita a los cuatro costados, mientras transita una monstruosa lengua de asfalto que rasga esa llanura por la mitad, colocándonos en el centro de un gran vacío universal con horizontes de 360 grados.



Crédito: Palmiro Bedeschi.

De la Quebrada a La Puna
Recorrer las alturas de la Puna jujeña implica internarse en una de las regiones más áridas y despobladas del país. Y para llegar ella decidimos subir la Cuesta de Lipán, partiendo desde el poblado Purmamarca hasta alcanzar los 4.200 metros de altura en apenas 70 kilómetros de ruta. En el camino aparecieron algunos caseríos de adobe perdidos en la inmensidad, con una capillita también de adobe al frente de cuatro casas. Con la altura desapareció casi todo atisbo de vegetación y tras una curva se abrió la planicie radiante de las Salinas Grandes, derramándose como un mar de sal hasta donde alcanzaba la mirada. Habíamos ingresado en La Puna.

Llegamos a la salina un 13 de agosto, fecha en que el sol y la luna tienen pactada una extraña cita cada año, en este desolado paraje por donde pasa la línea del Trópico de Capricornio. Al llegar al borde de la salina nos salimos de la ruta para rodar sobre su superficie llena de resquebrajamientos en forma de pentágono que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña. Mientras tanto, el sol oblicuo del atardecer iba tomando posición para un encuentro muy particular, en el que el astro rey y la luna se ven las caras completas durante unos minutos, elevando la luminosidad de este desierto blanco a su máximo esplendor.

Sobre una serranía el globo rojizo de un sol que ya no enceguecía se aproximaba a la línea del horizonte. Y enfrente, detrás de otro cerro, la luna comenzó a asomar la mitad de su disco radiante, como lanzándole al sol una primera mirada que cruzó la Puna como un rayo. De súbito la luna reveló la desnudez total de su esfera blanca y coincidió frente a frente con el sol a pleno, que siguió flotando livianamente en el cielo por escasos minutos más. Enseguida, el círculo de fuego hundió medio cuerpo en el ocaso y desapareció bajo una luminosidad roja, mientras la luna llena destellaba una luz malva que se extendió por todo el firmamento y descendió a la superficie de salina.





Crédito: Julián Varsavsky

Toreadas en La Puna
Después de visitar las Salinas Grandes regresamos a dormir al pueblito de Purmamarca, el que mejor conserva su aspecto colonial de todos los de la Quebrada de Humahuaca. El objetivo era salir dos días después hacia el caserío de Casabindo, en plena Puna, donde cada 15 de agosto sus habitantes homenajean a la Virgen de la Asunción con una singular corrida de toros en que no se lastima al animal.

En el camino hacia el pueblo atravesamos una árida altiplanicie a 3400 metros de altura y en la lejanía apareció la imagen borrosa de las torres blancas de la iglesia de Casabindo –conocida como La Catedral de la Puna– que a simple vista luce desproporcionada para los 200 habitantes de este pueblo sin sombra por la falta de árboles.

En el pueblo las casas de adobe están algo desperdigadas y por sus calles de tierra casi no transitan autos. Pero cada 15 de agosto una larga caravana de vehículos levanta una nube de polvo que ensombrece el camino de entrada. Se dirigen a un Casabindo ruidoso y alborotado como nunca, que se dispone a homenajear a su Patrona, la Virgen de la Asunción; ‘’la mamita’’.

De los autobuses bajaban centenares de personas llegadas desde toda la provincia. Uno de los momentos cumbre del Toreo de la Vincha fue cuando la imagen de la virgen salió de la iglesia en andas de la gente, entre bombazos y campanadas que tronaban en la Puna. Una extensa procesión se formó detrás de la imagen sagrada y atravesó la pista de toreo –frente a la iglesia—, avanzando por el pueblo al ritmo de una banda de saxos, trompetas y redoblantes.

A los 2 de la tarde comienza lo que todos esperan. Un bombazo inaugura la corrida y sale al ruedo el primer joven que hace una petición a la virgen. Para que esta se cumpla el muchacho deberá arrebatarle al toro una vincha con monedas de plata que lleva en las astas. Un gran rectángulo conformado por un muro de piedra y adobe y algunas gradas hacen las veces de “ruedo’’. El público se sienta sobre la pared con los pies colgando hacia adentro; otros se suben a los árboles y hay quienes se trepan al campanario y al techo de la iglesia para obtener una panorámica del espectáculo.

Unas zapatillas viejas, remera y jeans son el único uniforme de estos toreros que, en su mayoría, nunca se habían parado frente a un toro (durante el resto del año nadie torea). Por lo general dos o tres toreros terminan corneados de poca gravedad.

Algunos toros se niegan a correr y se dejan quitar la vincha con mansedumbre. Otros parecen tranquilos, pero cebados por la multitud emprenden carreras de 50 metros que obligan al torero a lanzarse al suelo como un arquero de fútbol para evitar la embestida. Los toreros esperan turno escondidos en una capillita blanca en el centro del ruedo, cuya puerta es tan angosta que el toro no puede entrar (aunque a veces lo intenta). Y cuando algún torero es desbordado por la situación, huye graciosamente hacia la capilla refugiándose justo a tiempo para evitar la cornada. Pero hay otro refugio más: un mástil al cual el perseguido se trepa de un salto quedando inmediatamente a salvo.

En general los valientes pobladores se enfrentan al toro con un paño rojo –muy lejos de lo que sería una capa de torero- que a diferencia de sus equivalentes españolas no esconde ninguna espada traicionera. Otros se hacen los graciosos burlándose del toro en sus narices y se llevan más de un susto que les transforma el humor.



Crédito: Joaquín Carrillo.
Cabalgata a Las Yungas
Una de las mejores formas de internarse en el paisaje jujeño y a la vez tomar contacto con la cultura kolla, es con una cabalgata de cuatro días que va desde el pueblo de Tilcara hasta la selva de Las Yungas.

Nuestra travesía hacia Las Yungas se internó por la Quebrada de Alfarcito, dirigida por el experimentado guía Adrián García del Río, con una caravana de burritos de carga para los víveres y las bolsas de dormir. Y la primera explicación del guía nos ubicó de lleno en la verdadera dimensión del lugar: “estos senderos que recorremos fueron un camino troncal abierto hace siete u ocho siglos por los aborígenes omaguacas, que lo atravesaban con caravanas de llamas para comerciar sal con la cultura San Francisco”.





Crédito: Franco Bargabio.

Los caballos avanzaban por los cerros a paso cansino y al ganar altura vimos las terrazas de cultivo con las que los aborígenes le quitaban inclinación a las laderas para cultivar. Increíblemente, algunas de sus pircas de piedra sobre piedra se mantienen en pie.

En cuatro horas de cabalgata alcanzamos los 4100 metros en el Abra de Campo Laguna, pero rápidamente descendimos hasta Corral Ventura. Al final de la primera jornada de siete horas llegamos al idílico puesto de campo Huaira Huasi, construido sobre una meseta con vista a un gran valle. Si uno lleva carpa puede instalarla y dormir con intimidad. Pero la mayoría de los viajeros prefiere colocar su bolsa de dormir y colchones inflables en el piso de cemento del Salón Comunitario.

Al día siguiente partimos por las profundas quebradas y valles de la Cordillera Oriental, que son similares al Valle Sagrado de los Incas en Perú -no es exagerado decirlo-, aunque falte Machu Picchu. Pero hay, en cambio, numerosos corrales de pirca que a la distancia le agregan la dimensión aborigen al paisaje.

El clímax de la travesía llegó cuando un nubarrón espeso ingresó como una tromba a ras de tierra por el interior de un valle que veíamos desde el filo de una montaña. Abajo el gran vacío fue cubierto como por un alud de algodón, conformando un colchón blanco que tentaba a caminarle por encima. Había como un cielo debajo del cielo, con nosotros en el medio a caballo sobre las nubes. Pero el espectáculo duró unos instantes hasta que la nube subió envolviéndonos como una humareda. Hasta que de repente el paisaje cambió otra vez y el cielo inferior desapareció, mientras el superior se abría en un azul radiante sin manchas. Todo en el fugaz espacio de 20 minutos.

La segunda jornada fue la más liviana y a media tarde llegamos al caserío de Molulo, donde Doña Carmen Poclavas fue nuestra anfitriona. En una tarde de descanso en Molulo uno puede llevarse una idea de cómo es la vida cotidiana en el lugar. Tienen luz eléctrica por paneles solares pero todo el mundo se levanta y se acuesta con el sol, como hace milenios. Se trabaja en familia –de lunes a lunes— sembrando papas verdes, blancas, rojas, rosadas y azules. Además tienen vacas, burros, caballos, mulas, chivos, ovejas y un chancho que compran en octubre y lo comen en fin de año.

La siguiente jornada es de siete horas por senderos de tierra roja, rodeados por un verde cada vez más intenso y un aire húmedo y pesado. Es el día de los filos y las cornisas, y el destino es el caserío de San Lucas, con una veintena de casas muy distanciadas una de la otra. Allí dormimos en lo de Doña Ramona –hermana de Carmen— que tiene para los visitantes dos cuartos con camas cucheta y dos baños con ducha sin agua caliente.







Crédito: Julián Varsavsky.

Al atardecer me fui caminando hasta el centro del pueblo, donde me topé con una majada de ovejas que cortaban los yuyos entre la veintena de cruces del cementerio y el césped de una insólita cancha de fútbol al borde de una meseta. Lo curioso de esta cancha, además de su panorama de montañas con Las Yungas abajo, es que para patear un corner desde el lado derecho hay que correr la línea lateral imaginaria hacia adentro porque sino el jugador se chocaría con la pirca del cementerio. Pero además, un rechazo hacia la izquierda enviará la pelota directamente entre las cruces adornadas con flores.

El último medio día de cabalgata el paisaje cambia radicalmente otra vez –ya en plena Yunga–, subiendo y bajando quebradas por la nuboselva en galería donde casi no penetra el sol. Y finalmente, luego de 100 fascinantes kilómetros divididos en cuatro jornadas, subimos una montaña hasta el borde de la Ruta 83 donde nos esperaban dos camionetas para regresar a San Salvador.

Nota publicada en argentina.ar

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